A través de dolorosas desgracias, el niño cuervo había aprendido sus reglas. Domado, junto a sus dos nuevos hermanos, estaba listo. Asim Alberto Al-Nasr había sido manufacturado para ser un soldado clave de la Triada del Sol Naciente, con el potencial de ser el piloto del mitológico Suzaku Driver. La coraza negra que sus padres habían salvaguardado con sus vidas era la clave para descifrarla, ganándose protección dentro de la casa Hinotori, una fortaleza donde, por su propia estupidez, se había convertido en un híbrido ave con el nivel de un Alfa, jamás antes visto.
—Tenemos una situación de rehenes en la oficina del primer ministro. Vayan a colocarse su equipo, piltrafas —. Vociferaba su Sensei, reflejando las caras de sus estudiantes en pijama sobre el espejo negro que era su metálica máscara de guerrero pájaro, dentro del salón de juegos de su propiedad. Arruinando así el tiempo de descanso de Nazz, quince minutos pasadas las diez de la noche. — ¡Esfuércense y demuestren los resultados de estos dos años!
— ¡Sí, Sensei! — Gritaron los cuatro niños, de diez a doce años. Habían visto las grabaciones de los errores cometidos por varios de sus predecesores Vigilantes; el número de cadáveres que representaba un paso en falso era intimidante. Esas misiones no eran algo que los agentes de policía comunes o las fuerzas especiales podían manejar.
Claro que Nazz entendía la importancia de la situación, y sabía que su vida, la de su banda y la de muchos inocentes estaba en juego. Pero, aun así, el niño cuervo de siete años estaba resentido al ver arruinadas tantas sesiones con su amado kit de percusión, preguntándose en cada ocasión: ¿por qué tenían que quitarle lo que él más quería?
Resignado, se respondió por sí solo dentro de su cuarto, mientras se ponía su equipo, chaleco táctico y brazalete consola. Tan rápido como pudo, como era la expectativa de sus guardianes. Por supuesto, sin poder dejar esa sensación de vacío, la certeza de que nunca podría, que jamás vería, lo que él pudo haber sido.
— Demonios —, suspiró al abrocharse el chaleco, en el momento en que Kyóko golpeó enérgicamente su puerta. — ¡Ya voy! — Le respondió fastidiado, sacudiendo lo más que podía su pesimismo, para así abrir la entrada e ir a complacer el plan que otros habían tejido para él.
Súbitamente, el suministro eléctrico de la mansión fortaleza falló de golpe, dejando que varias explosiones sacudieran los cimientos del lugar más seguro de Nihon.
— ¡Carajo! — Se espantó al ser cubierto en penumbra, para que una invisible fuerza lo empujara al suelo. Con su más grande terror, la sombra con sonrisa de fuego iluminó su desahuciada y silente cara.
—Tienes que salir de aquí —, ordenó el traje de Typhonio, devolviéndole la punzada intensa que su maldito casco negro le había causado al quemar su rostro.
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En sus garras, el niño baterista forcejeó una y otra vez, hasta perder la percepción de su realidad. Con el pasar de momentos no definidos, de repente, su corazón volvió a latir, fuerte y furioso, como una bomba lista a estallar. Con esa misma emoción vengativa, abrasadora y peligrosa que sufría justo antes de conjurar sus pilares de llamas.
— ¿Mamá? — Reaccionó Nazz frenético, observando a una aztlanteca con plumas en la cabeza y brazos, igual que él. Usando los guantes de la armadura que lo habían convertido en un híbrido alterado, protegía a su marido malherido. Un árabe con bata, desangrándose sobre los planos de su aparato endemoniado. Con el pajarillo de diez años levantándose para correr a ayudarlos. Justo cuando vio a los espolones de su madre desprender la misma energía cobre que a él lo hacía estallar. Chispeando sin control, desataba un incendio que iluminó toda la bodega llena de equipos eléctricos, lugar donde el confundido muchacho había vuelto a abrir los ojos.
— ¡Qué haces! — Anton, su padre, revivía enseguida para defender a su mujer con la escopeta que escondía en su escritorio. — ¡Cómo se te ocurre volver a usar eso, Doris! — La regañaba, mientras derribaba a dos comandos que los rodeaban, cuyas máscaras de lobo rotas caían llenas de sangre.
— ¡No permitiré que se lleven a mi Dorito! — Respondió la urraca humana, empoderada por su maternidad. Empujó con fuerza a otros tres mercenarios, haciéndolos atravesar los gruesos muros de su bodega, en un muelle. Sus guantes se iluminaban con estelas color óxido.
Nazz sonreía conmovido. Ya había comenzado a olvidar sus rostros desde la última vez que los había visto, cuatro años atrás.
— ¿Cómo? — Lloró incrédulo, sin querer romper aquello que lo había llevado ahí. Su pelea, el esfuerzo conjunto que los dos montaban por defender lo que quedaba de su chamuscada familia, le provocaba un fuerte déjà vu. — Este es el momento... —, se susurró, ahogándose con el denso humo lleno de hollín, tan familiar.
Con la epifanía, aullidos estridentes invadieron la bodega. Sombras sometieron a sus padres, dejándole la certeza de que revivía el peor día de su vida.
— Ohaiyo! — Gritaron en burla electrónica, con un saludo en nipón. Haciéndolo notar que aquellas siluetas rabiosas eran dos grandes perros de caza, de un negro metálico absoluto.
— Voy, yo voy a matarlos —, se quedó sin aire, cuando los tronidos de los huesos de sus padres, en los hocicos de los sabuesos, le dejaron un potente escalofrío.