The Sacred Orb

Capítulo 8 - Conversaciones con el viento

La mañana en Azoth amaneció clara, con un cielo tan limpio que parecía recién pulido. El patio del ala este respiraba paz: laureles, un estanque donde los peces besaban la superficie, cintas de tela colgadas entre columnas que el viento hacía danzar. Allí, sobre una piedra plana, el Sabio del Aire esperaba a Asori con una cesta de frutas y una vara de bambú apoyada a su lado.

Asori llegó con paso cansino, el cabello negro aún húmedo por el rocío. Al ver la cesta, frunció el ceño.

—Si hoy vuelves a lanzarme manzanas —dijo—, exijo también salsa de caramelo.

El Sabio sonrió sin enseñar los dientes.

—Hoy el dulce será entender por qué ayer atrapaste una y dejaste morir a seis. Ven.

Asori resopló, pero se colocó frente a él. El Sabio le tomó las muñecas y le acomodó los brazos, ni muy tensos ni flojos; le bajó los hombros y le alineó el mentón con un toque mínimo.

—Otra vez: respira por la nariz. Cuenta cuatro al entrar; seis al salir. El Astral responde al ritmo, como el fuelle de un herrero. Sin ritmo, no hay forja.

Asori obedeció a regañadientes. El aire entró frío, salió tibio. A su alrededor, el patio parecía agrandarse.

—¿Sabes qué es lo primero que rompe el viento en combate? —preguntó el Sabio.

—Mi paciencia. —respondió Asori.

—La atención —lo corrigió, impasible—. El que mira una cosa y se olvida de las otras, muere. El viento no es una línea, es una conversación. Cierra los ojos.

Asori los cerró.

—Voy a dejar caer una manzana —dijo el Sabio—. Pero no quiero que la atrapes: quiero que me digas dónde cambiara de rumbo cuando atraviese estas cintas.

Asori, a ciegas, sintió el sol en la piel, el murmullo del agua, un pétalo golpeando su pantorrilla. El Sabio alzó la fruta. La dejó caer. El aire dibujó un roce en la mejilla de Asori, muy leve, a la altura de los pómulos. La fruta cruzó las cintas; el viento hizo shiih; la manzana viró un palmo a la izquierda.

—...Izquierda, a un palmo —dijo Asori, sorprendiéndose a sí mismo.

La fruta cayó a la derecha, a un palmo.

—Fallaste —canturreó el Sabio, divertido.

Asori abrió un ojo, indignado.

—¡¿Pero si lo sentí en la cara?!

—Sentiste lo que pasó en ti, no lo que pasó en la manzana. Tu Astral aún cree que todo gira a tu alrededor. Que no te lean la palma: aprende a leer el aire.

Dejó caer otra. Asori volvió a fallar. Dos veces más. En la quinta, apretó los labios, y fue entonces cuando escuchó no el golpe del fruto, sino un cosquilleo que arrastraba las cintas primero, el agua después, y por último le rozaba la oreja, como si alguien susurrara desde otro ángulo.

—Derecha... dos dedos más abajo —susurró.

La manzana desvió exactamente dos dedos.

El Sabio no aplaudió. Le colocó una venda de lino.

—Ahora camina —ordenó—. Cruza el patio sin tocar las campanillas.

Asori alzó las manos. No había visto campanillas, pero las oyó, colgaban en algún lugar, pequeñísimas, listo el tintineo para delatarlo. Dio un paso. El viento se le metió entre los dedos: aquí está libre, allí choca, más allá vuelve. Dio otro. Un tercero. Cuando alzó el cuarto, el Sabio movió la vara de bambú: un gesto brevísimo y el aire cambió de dirección. Las campanillas se tensaron. Asori corrigió en el último segundo. Nada sonó.

—Otra vez —dijo el Sabio.

La quinta vez tropezó con la piedra del estanque y, por puro instinto, se inclinó hacia el lado contrario. El viento le devolvió el equilibrio. Las campanillas siguieron mudas.

—Vas entendiendo —concedió el Sabio, dejando la vara—. Tu Astral empieza a escuchar.

Asori se quitó la venda, sudor en la frente.

—¿Y todo este circo me salvará de un espadazo?

—Te salvará de ti —replicó el Sabio—. Y eso, muchacho, es lo más difícil.

En otra ala del castillo, Blair caminaba por un pasillo de vitrales. Su cabello blanco, aún húmedo, le caía sobre la túnica. La joya en forma de flor latiendo leve sobre su cabello. Al cruzar cierta ventana, lo sintió: un tironcito amable entre el pecho y el vientre, como cuando, de niña, tomaba la mano de su madre en la multitud.

Asori.

No lo veía, pero sabía que estaba en el patio del este, midiendo pasos, no lejos del estanque. Notaba su impaciencia como un hilo tenso; su orgullo, como un nudo mal hecho; su tozudez, como piedra húmeda.

Empujó la puerta del salón de mapas. Tifa inclinada sobre pergaminos, plumas, piezas del tablero de guerra.

—¿Otra vez con esa cara? —preguntó Tifa, sin levantar la vista.

—No es "esa cara" —se defendió Blair, aunque era exactamente "esa cara"—. Es... él. Siento cuando se irrita. Siento cuando acierta. Y cada vez más claro. Si me alejo demasiado... —tragó saliva—. Tía, tengo miedo de que si enfermara, ni un curandero pudiera ayudarlo.

Tifa dejó la pluma. La miró de frente.

—Eso ya lo sabías cuando lo besaste.

—Lo sé —admitió Blair, baja la voz—. No me arrepiento. Pero no puedo quedarme cruzada de brazos. Dentro de mí hay ese poder que, cuando despierta, no soy yo. Y... temo lastimar a alguien. A él.

—No intentes controlarlo sola —dijo Tifa, firme—. Te consumirá. No le pongas nombre ni trato de mascota. Déjalo donde está hasta que aprendas a habitarlo.

—¿Y si... nunca aprendo?

—Entonces tendrás que vivir con las manos en el fuego sin quemarte —respondió Tifa, con un destello triste—. Como hicieron otros antes.

Blair apretó los puños.

—Confía en él —añadió Tifa—. Si no confías, no crecerán como equipo.

Blair quiso replicar, pero el tirón en el pecho cambió de tono. Risa, una risa que no era suya. En el patio, Asori acababa de tropezar y por puro descaro, había salvado la caída con una vuelta torpe. Blair se mordió el labio para no reír. Tifa la miró de reojo.

—¿Qué?

—Nada —dijo Blair, con los ojos brillantes—. Está bien.

El sol ya estaba alto cuando el Sabio dejó la vara a un lado y se sentó en la piedra. Asori, con la camisa pegada a la piel, bebía agua de un cuenco.



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En el texto hay: romance, aventura, fantasía drama

Editado: 19.09.2025

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