La sala larga del trono parecía un tablero inmenso. Sobre la mesa central, un mapa de Ventos pintado a mano había sido cosido con tiras de cuero para resistir el uso: Azoth en el corazón, Niflheim al norte como una corona helada, Donner al este surcado por cadenas de montañas y tormentas eléctricas, Caldus al sur con su desierto y sus montañas de cobre, y Vetramar al oeste, costeado por puertos y salinas. Estandartes plegados descansaban como animales dormidos. Había olor a tinta, cera y metal.
Tifa sostenía un puntero de marfil. Su postura era la de una reina que no deja espacio a la duda.
—No tenemos el lujo del tiempo —dijo sin rodeos—. Zeknier mueve a sus acólitos en los bordes de Azoth y sube los impuestos donde la ley es débil. Si espera dos meses, no es casualidad: quiere medirnos. Por eso debemos sumar aliados y buscar portadores.
Blair escuchaba a su lado, capucha puesta por costumbre aunque estuviesen en palacio. Sus ojos rojos seguían el puntero.
—¿A quiénes primero?
—Al norte —toc, el marfil golpeó Niflheim—. La reina sin nombre en los cantos de taberna y con demasiados nombres en los tratados... nuestra mejor esperanza. Sus ejércitos están acostumbrados a campañas largas, y sus magos conocen el hielo como nosotros el pan. Si Niflheim se inclina por Azoth, Zeknier pierde el juego.
—¿Y los portadores? —preguntó Blair, con una sombra de urgencia—. No bastará con soldados.
—No —admitió Tifa—. Necesitamos que los portadores de los Orbes despierten. Alguien del agua; alguien de la luz, tierra... y el aire que ya despertó, pero tiene problemas de identidad.
El tirón leve en el pecho de Blair —ese hilito del Sweet Kiss— vibró como cuerda afinada. Asori está en el ala este. Se mueve. Se frustra, pensó, y apretó los labios para que no se le notara la sonrisa.
Tifa continuó:
—Hablé con el Sabio del Aire. Desde hoy, Eryndor dejará de jugar con manzanas. Empezará el trabajo serio: cuerpo y Astral. Si Asori quiere vivir, no solo debe pelear, debe cruzar ese umbral.
—Eryndor... —repitió Blair, saboreando el nombre que parecía a la vez brisa y roca—. ¿Crees que Asori lo soportará?
—No lo sé —Tifa le clavó una mirada honesta—. Pero quiero que tenga la opción de elegir algo distinto a morir.
Hubo un silencio denso, como tela gruesa. Blair deslizó los dedos por el borde del mapa hacia el este, el reino de Donner.
—Jason —susurró, casi para sí.
Tifa alzó levemente una ceja.
—Sigue en las montañas de Donner. Entrena el rayo con los monjes de altura y el Sabio del Rayo. Son duros, pero si alguien nace para el trueno...
—Es él —terminó Blair. Se obligó a tragar. El candidato. La palabra dolía más por lo que ya no lo sería—. Hace meses que no lo veo. Si... si algo le pasara, y yo...
—Elegiste salvar una vida —cortó Tifa con dulzura áspera—. No gastes ese acto en arrepentimientos. Jason es terco, vivirá.
Blair asintió, pero al salir de la sala permitió que la vista se le perdiera por la ventana, hacia el este, donde el cielo siempre parecía más brillante y peligroso. Vive, bobo. Vuelve con las botas chamuscadas y la sonrisa de siempre intacta, pensó Blair, antes de subir la capucha y desaparecer por el corredor como una sombra noble.
El patio del ala este había cambiado poco y, al mismo tiempo, todo. Donde el día anterior colgaban cintas, hoy había campanillas nuevas, cuerdas, estacas, y un pilar de piedra con una argolla. El estanque circular en el centro —la pequeña fuente— devolvía un cielo de mediodía tan azul que dolía.
Asori llegó arrastrando las botas, pelo alborotado. Vio la cesta de manzanas y se iluminó.
—Perfecto. Hoy baten récords conmigo: doce manzanas, doce fallos. ¡Eficiencia!
Eryndor —túnica azul celeste, cabello blanco atado, ojos de viejo río— negó con la cabeza.
—No habrá manzanas.
—¿Peras? —probó Asori, con esperanza o terror, ya no sabía.
—No habrá frutas —la voz de Eryndor era una brisa que no se discute—. Tifa ha hablado. El viento trae guerra y no hay tiempo.
Asori se quedó quieto, pinchado por un orgullo que confundía con pereza y un miedo que enmascaraba de sarcasmo.
—El aire no corre —dijo—. Sopla cuando le da la gana.
—Y nosotros con él —Eryndor señaló el pilar—. Ve al centro.
Asori obedeció... refunfuñando.
—¿Qué, me atamos y me rezan una oración?
—Algo así —sonrió el Sabio—Ahora sube.
Diez minutos más tarde, Asori colgaba boca abajo de la argolla, atado por los tobillos con un lazo ancho. La cuerda, fijada al pilar, le dejaba balancearse sobre el borde del estanque. En cada ida y vuelta, el cabello le rozaba el agua y el mundo se convertía en un carrusel de piedra, cielo y mareo.
—Esto es un atentado —gimió—. ¡Y sin testamento!
Eryndor se sentó en cuclillas a un metro, como quien observa un reloj.
—Haz lo que hicimos ayer, pero con tu cuerpo del revés: respira. Cuatro adentro, seis afuera. No luches contra el balanceo: domínalo. Tu Astral es la cuerda: si lo tensas de golpe, se rompe; si lo dejas flojo, te ahogas.
—¡No puedo respirar si el mundo está al revés!
—El mundo no cambia porque tú lo veas invertido—Replicó Eryndor.
Asori cerró los ojos. Cuatro, seis; cuatro, seis. Al principio, cada exhalación lo empujaba peor. Pero, poco a poco, su abdomen empezó a trabajar solo, marcando un ritmo que el balanceo obedeció. Entonces Eryndor agitó la vara de bambú: el flujo del patio cambió, y con él el oscilamiento.
—¡Eh! ¡Trampa!
—La guerra es trampa con uniforme —dijo el Sabio con calma—. Ahora, tensa solo el lado derecho del vientre. Corrige sin manos. Despacio. Piensa en tu Astral expandiéndose como una membrana fina sobre la piel, envolviéndote. No es fuerza, es forma.
Asori gruñó, pero hizo caso. Pequeños músculos que creía de adorno empezaron a arder: oblicuos llorones, lumbares olvidados. El balanceo se hizo corto, más corto, hasta que la cuerda cantó en una frecuencia más tranquila.
Editado: 19.09.2025