The Sacred Orb

Capítulo 10 - Lo que duele en silencio

A Asori le habían dado una habitación en el ala este con una cama más grande que su vieja cabaña, una alfombra con dibujo de halcones y una ventana que miraba al patio donde, horas antes, el viento le había enseñado a caer sin romperse. Ahora, con el cuerpo en plena protesta —abdomen, espalda baja, hombros, hasta los músculos de los dedos de los pies—, estaba tirado boca arriba mirando el techo como si allí estuviera escrito el manual para pertenecer a un palacio.

No estaba.

El colchón era blando, la sábana olía a lavanda y el silencio parecía de iglesia. Para alguien que dormía con el rumor de pinos y búhos, el lujo se sentía como una armadura del revés.

—Demasiado callado —murmuró, y se giró de lado.

Al hacerlo, el tirón en el pecho —ese hilo tibio que lo unía a Blair— vibró casi imperceptible. Está en el ala norte, adivinó sin querer. Duda. Se toca la joya... no, los labios. La imagen fugaz le encendió la cara. Quiso apartar la sensación con fuerza, como quien corre una cortina que no pidió.

—Genial. Ahora también soy una especie antena —refunfuñó.

Golpecitos discretos llegaron desde la puerta.

—Asori de la... ¿montaña? —La voz del mozo templó la timidez con humor—. Su presencia se solicita en el salón real para la cena.

El título improvisado le arrancó una media sonrisa que apenas duró.

—Voy —respondió.

Se sentó, se pasó una mano por el cabello rebelde e intentó domarlo en vano. Se puso la camisa limpia que le habían dejado, ajustó el cinturón, dudó con las botas en la alfombra como si fueran un sacrilegio y, al final, caminó descalzo hasta la puerta. Tomó las botas en la mano.

—Por si a las alfombras no les gusta mi barro —masculló para sí, y salió.

En el ala norte, Blair estaba de pie frente al espejo ovalado. La joya-flor en su cabello devolvía un fulgor tenue en la penumbra. Había dejado la capa sobre el respaldo de una silla; el vestidillo ligero dejaba a la vista las marcas finas en los brazos, recuerdos de entrenamientos y errores.

Había estado pensando —demasiado—. En Jason. En el este. En truenos.

Él había sido su primer amor por decreto de dos reinos que confundieron política con destino. Jason le hablaba como quien da órdenes a un cadete, no como quien tiende un puente. La protegía, sí, pero con la condescendencia de un hermano mayor que nunca la vio como mujer.

No era amor, se repitió. Y sin embargo, cuando la mente caminaba hacia él, el cuerpo se le desviaba hacia otra orilla: la sonrisa impertinente de Asori encendiendo una hoguera que ella no sabía nombrar.

Blair levantó la mano y, sin darse cuenta, se tocó los labios.

—¿Qué siento, entonces? —susurró al espejo.

No obtuvo respuesta. Solo ese tirón cálido del Sweet Kiss que le traía, como de muy lejos, el pensamiento ajeno: demasiado callado. Y la imagen absurda de unas botas en la mano de un chico que no sabía si caminar descalzo en un palacio era delito grave.

Se rió sola. Pequeñito.

—Idiota —dijo con cariño, y se puso la capa.

El salón real era una colección de brillos: candelabros, plata pulida, frutas barnizadas por la luz. La mesa parecía una carretera que cruzaba el bosque. Tifa estaba en la cabecera, con una túnica oscura y brazales ligeros; Blair a su izquierda, postura impecable; el resto de asientos, un puñado de consejeros, dos capitanes y demasiados cubiertos.

Asori entró como se entra a una catedral ajena. Volvió a ponerse las botas en el umbral, tanteó la silla del extremo opuesto a las de Tifa y Blair, y se sentó torpe, como si lo vieran cien ojos aunque apenas lo mirasen diez.

El primer crujido de pan sonó como una campana. Asori estiró la mano, tomó un trozo y se lo llevó a la boca con prisa de zorro. Se atragantó. Tosió. Un copero se acercó con agua; Asori lo recibió con una mueca agradecida y un gracias casi inaudible.

Blair lo observó. Encontró chistosa la guerra íntima entre él y el pan, pero se tragó la risa. Se inclinó un poco hacia él, sorteando con la mirada la distancia y el protocolo.

—¿Estás bien? —preguntó en voz media.

—Estoy —dijo, y hubiera jurado que el pan tenía espinas.

—Si quieres, puedo pedir que te sirvan en la cocina. Algunos recién llegados comen allí los primeros días. Es más... —buscó una palabra que no sonara insulto— ...cálido.

—¿Cálido como colgarme cabeza abajo? —respondió él, seco.

Blair parpadeó, herida sin querer.

—Solo intentaba ayudarte.

—No necesito ayuda —se oyó decir Asori, con esa rigidez defensiva que a veces se le disparaba. La mesa se silenció en un radio de tres sillas—. Necesito aire. Y aquí todo tiene perfume a deber.

—Asori —intervino Tifa, con la voz como filo que no corta—, en esta mesa todos respiramos deber. Comer juntos no te hace prisionero.

—Tampoco me hace libre —se encogió de hombros él, sin mirarla—. Disculpen. No encajo.

Blair apretó la servilleta contra las rodillas.

—¿Y en dónde , según tú? —le salió más duro de lo que pretendía—. ¿En una cueva donde nadie te pida nada y todo esté tan en silencio que no tengas que escuchar a nadie?

—Suena bien.

—Pues a mí no —se le quebró un poco la voz—. Yo no puedo esconderme aunque quiera. Y aun así intento estar aquí. Contigo.

Fue un golpe suave y, por eso, más certero. Asori —acorralado por una vergüenza que no sabía nombrar— empujó la silla, esta chirrió en el mármol, y él se levantó de golpe.

—No puedo —dijo, y la frase llevaba más capas de las que él entendía.

Tifa lo dejó ir. Los capitanes fingieron toser. Blair miró el plato como si fuera un espejo roto.

Las cocinas de Azoth eran un mundo aparte: calor, voces, ollas del tamaño de barriles, cuchillos que bailaban sobre tablas de cortar, cucharones como remos. Allí el protocolo moría y nacía la comida.



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En el texto hay: romance, aventura, fantasía drama

Editado: 19.09.2025

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