La lluvia cedió al amanecer como si se acordara de que también existía el cielo. En la boca de la cueva, el bosque escurría sus hojas, goteando sobre piedras negras. Dentro, quedaba un olor a humo manso y lana húmeda.
Blair estaba agachada junto a la hoguera moribunda, soplando con paciencia. Tenía la capucha puesta, el cabello blanco escapándose en mechones que brillaban tenues en la penumbra, y la joya-flor en el cabello latía con luz mínima, como un pensamiento. Las brasas respondían en su aliento con destellos cortos, rebeldes y cálidos, todo esto para poder entrar un poco en calor.
Asori abrió los ojos lento, con esa sensación de volver de un sueño pesado y dulce. Lo primero que vio fue la silueta de Blair, la curva de los hombros, los manos recibiendo las pequeñas brasas saliendo de su aliento para buscar calor. Lo segundo, su propia capa hecha almohada. Lo tercero, el calor residual en los labios, como un recuerdo tímido. Se quedó quieto, mirándola en silencio por un instante demasiado largo.
Blair, sin volverse, habló como si hubiera contado cada latido de él.
—Si ya estás despierto, por lo menos finge que no me estás mirando —dijo, con voz pastosa de mañana.
Asori se aclaró la garganta, giró el rostro hacia el techo de la cueva con teatralidad.
—Estaba... estudiando las estalactitas. Muy inspiradoras.
—Ajá —Blair acercó dos ramitas, sopló, chasqueó los dedos apenas y una llama obediente prendió como si siempre hubiera estado esperando esa orden—. Ya puedes inspirarte con algo caliente.
Asori se incorporó despacio. Se sentó frente a ella. El Sweet Kiss tironeó leve: le llegaban su cansancio, su rubor todavía ahí, y esa mezcla incómoda de orgullo por haberlo sacado vivo y ganas de golpearlo por la broma del beso el día anterior.
—Lo de anoche... —empezó él.
—Lo de anoche —repitió Blair, clavando una ramita en el fuego— ...implica que hoy camines por tu cuenta y que no hablemos. ¿Puedes?
Asori evaluó el cuerpo un segundo.
—Puedo.
—Bien —ella se puso de pie con un movimiento que disimulaba el dolor de sus propios músculos—. Tenemos bosque, barro y una Capital que no se va a acercar sola.
Asori hizo un gesto de rendición, tomó la mochila, y juntos apagaron lo que quedaba de la hoguera hasta que la cueva olió a roca mojada.
El bosque recién lavado olía a resina y tierra. Las hojas brillaban, y los pájaros discutían noticias entre ramas altas. Blair y Asori avanzaban por un sendero angosto, la capucha echada, las botas chupando charcos con ruido de sopa.
Asori caminaba medio paso detrás, atento a raíces y a los silencios. Tres veces abrió la boca. Tres veces la cerró. A la cuarta, probó:
—Sigo vivo gracias a ti —dijo, sin adornos.
Blair no se detuvo.
—También gracias a mi escudo humano, sí.
—Veo que le has tomado cariño al concepto.
—Es útil —respondió ella, seca, aunque el tirón del vínculo le traicionó un rubor otra vez.
Un par de pasos después, él intentó de nuevo:
—Sobre lo que dije en el castillo... fue una broma muy mala.
—Fue una broma —concedió Blair, helada—. Y muy mala.
—No soy bueno con... —buscó la palabra— ... "protocolos de besos".
Blair se detuvo lo justo para darle una mirada de reojo.
—Pues no improvises en ellos.
Asori levantó las manos, resignado.
—Lo intentaré.
Caminaron. El sol se filtraba en barras claras sobre el sendero. Entre ramas, un par de ardillas los siguieron a saltos, como si el bosque tomara partido por quien se calla mejor.
—Por si ayuda —dijo Asori al cabo—, si hubieras necesitado... ya sabes... logística, no me habría quejado. —Hizo una mueca—. Esto también ha salido mal, ¿verdad?
Blair apretó la mandíbula para no sonreír, fracasó a medias.
—Idiota —sentenció, pero con menos filo.
El bosque abrió su vientre a un claro grande donde vivía una aldea que parecía recordar. Casas bajas de madera mal reparada, postes inclinados, ropa colgada que no se animaba a secarse. En la plaza, lo que quedaba de un mercado: puestos de fruta vacíos, una carreta con la rueda rota, cajas quebradas como costillas.
Blair bajó la capucha lo justo para mirar mejor sin ser mirada. Asori, instintivamente, imitó el gesto. El Sweet Kiss tragó una bocanada de amargura que no era suya: a Blair le dolían estas vistas como una espina vieja.
—Saqueos —dijo ella, neutral—. Cobros "extraordinarios" de impuestos. Y a veces, Megalos soltados "accidentalmente" cerca, para que la gente pague por seguridad. Vieja receta, nuevos cocineros.
Un niño asomó medio rostro desde una puerta entreabierta. Tenía los ojos enormes de quien ha visto demasiadas noches largas. Asori y el niño se miraron un segundo. El niño desapareció al primer crujido de botas.
En un rincón, un anciano empujaba solo la viga caída del techo de su casa. Asori, sin pensar, se acercó, metió hombro, subió la viga y la dejó apoyada. El viejo intentó agradecer con la cabeza; el miedo le robó la voz. Asori respondió con una sonrisa simple, esas que no necesitan idioma.
—No podemos quedarnos —murmuró Blair, como si la decisión le doliera los dientes—. Cualquier ayuda que demos aquí ahora puede traerles más golpes cuando nos vayamos.
—Lo sé —dijo Asori, apretando la correa de la mochila. Lo sabía... y aun así el gesto le ardía en las manos.
Pasaron frente a una taberna de puerta coja con un letrero a medio caer: El Cuenco Roto. De adentro salía olor a cebada y sopa de hueso.
—Aquí —dijo Blair—. Nuestro contacto.
El interior estaba oscuro y tibio. Había seis mesas, tres clientes, una mujer detrás del mostrador con brazos fuertes y mirada afilada. El suelo crujía con cada paso, como si recordara mejores bailes. Blair le indicó a Asori una mesa junto a la ventana baja, de donde se veía la plaza sin ser vistos. Se sentaron. Llegó una jarra de agua sin que la pidieran.
Tardó poco en aparecer, un mercader con capa raída, un fardo de telas y una sonrisa que parecía de oferta permanente. Tenía un sombrero demasiado grande para su cabeza, o una cabeza demasiado pequeña para ese sombrero. Se sentó sin pedir permiso, derramando gesto de costumbre.
Editado: 19.09.2025