La mañana abrió los ojos con pereza. El valle entero estaba cubierto por una niebla baja que se pegaba a las botas, perfumaba los pinos y mordía suave la piel. Las hojas chorreaban de rocío; las telarañas, tendidas entre zarzas, parecían cuerdas de arpa tocadas por dedos invisibles.
Blair y Asori caminaron sin hablar al principio, cada cual ajustando el paso del otro sin darse cuenta. El mapa doblado —ese que el mercader había cosido dentro de una tela sin valor— marcaba desvíos por caminos secundarios: menos vigilancia, más barro.
—Si sobrevivimos a la Capital —rompió Asori, con la capucha echada y la voz todavía de sueño—, lo primero que quiero es un desayuno sin pan duro.
Blair no se dignó a mirarlo.
—Deberías agradecer que tienes pan.
—Agradezco. Pero mis dientes van a pedir compensación.
Blair apretó la boca para no sonreír.
—Te consigo una sopa cuando lleguemos. Si no te venden antes.
—¿A mí o a mis dientes?
—A ti. Tus dientes parecen haber firmado ya un tratado con el pan.
La niebla se abrió para dejar pasar una ráfaga de luz. Asori alzó la vista un instante y pensó —sin decirlo— que ojalá cada mañana empezara con una discusión absurda que derritiera el hielo. El Sweet Kiss le devolvió el pensamiento en eco tibio: Blair lo sintió y bajó la capucha dos dedos, como si el viento necesitara verle la frente para soplar mejor.
El sendero se estrechó hasta hacerse garganta entre rocas. Allí, donde el barro formaba charcos profundos y las paredes devolvían voces como si las masticaran, tres hombres armados aparecieron de golpe. Llevaban capas pardas, espadas reafiladas a destiempo y esa sonrisa que se usa para vender cosas ajenas.
—Buen día a la noble pareja —canturreó el del medio, con un sombrero ladeado y pluma triste—. La hermandad de la ruta cobra un peaje muy razonable por cruzar este paso.
Asori se tensó. No eran soldados de Zeknier; no llevaban broches de cuervo. Eran oportunistas, sí, pero con la clase de oportunismo que huele a hambre.
Blair bajó la capucha con lentitud y los miró como si evaluara una fruta en mercado ajeno.
—¿Peaje por barro? —preguntó, seca—. ¿También cobran por niebla?
—La niebla es servicio de la mayor calidad —dijo el del sombrero sin perder compás—. Protege de flechas perdidas y de responsabilidades. A ver... —alargó la mano, insolente—. La bolsa.
Blair mantuvo la voz tan plana que dolía.
—Vamos con prisa. Y con poco.
—Nadie va con poco cuando lleva capa bonita —intervino el de la izquierda, que tenía los nudillos morados de tanto pelear—. La bolsa, dama. Y el muchacho... —alzó la barbilla en dirección a Asori—. Las botas.
Asori apoyó mejor los pies en el barro. El aire alrededor del paso olía a hierro viejo, a cuero mal curado, a sudor nervioso. Recordó la voz de Eryndor: "Estado base. La forma antes que la fuerza". Apretó las manos, relajó los hombros, afiló la respiración. Cuatro. Seis.
—No es buen día para robar —dijo. Sabía que sonaba a frase de teatro; igual la dijo.
El del medio soltó una carcajada que se murió sola.
—De aquí nadie se va sin pagar —señaló detrás de sí. Del matorral, asomó una bestia a la que le habían puesto correa. Un Megalo pequeño, de patas arqueadas y lomo huesudo; llevaba un bozal de hierro y ojos de vidrio. Un gruñido le vibró en el pecho, como si tuviera piedras en lugar de pulmones.
—Tranquilos —dijo el del sombrero, orgulloso—. No muerde... si pagas.
Blair alzó un dedo, paciente.
—Muerde. Y tú mientes mal.
Los tres bandidos intercambiaron miradas. A la criatura le tembló el bozal con un golpeteo húmedo. El vínculo dio un tirón leve: Asori sintió el humor fino de Blair tensándose como cuerda nueva.
—Última oferta —sonrió el de los nudillos—. La bolsa y las botas. O les enseñamos a respetar la hermandad de la ruta.
—O nos enseñan a reírnos mejor —dijo Blair—. Y de paso, a ponerle correa a algo que no entiende la palabra "alto".
El del sombrero chasqueó la lengua.
—Qué pena. Perro.
El Megalo saltó.
Asori no transformó. Se acordó de la cuerda floja entre campanillas, del roce de la jara en la pantorrilla, del peso del agua cayendo en cuatro cortinas. El Megalo entró rompiendo barro; Asori se ladeó a tiempo para que la mandíbula golpeara aire y no pierna. El bozal graznó contra la piedra.
—Bien —dijo Blair sin calidez, con un ojo aún en los tres hombres—. Uno.
El de los nudillos se adelantó con una estocada torpe. Forma, se repitió Asori. Bajó el hombro, dejó que la hoja pasara rozando la capa, y empujó con el antebrazo para desviar el centro de gravedad. El bandido tropezó con su propio barro y cayó con creatividad.
El Megalo intentó otra vez. Asori escuchó el cambio de presión a su derecha, ese aviso mínimo que le deja al viento en la oreja. Giró la cadera, golpeó con aire en un estallido breve y el monstruo se desequilibró, clavando las patas delanteras en un charco que explotó hacia sus propios ojos.
—Dos —observó Blair, y ahora sí hubo una sombra de aprobación.
El del sombrero quiso entrar elegante; Blair lo recibió con un látigo de fuego corto, apenas una línea que le cortó la hebilla del cinto. La espada cayó. La pluma también.
—Cobran por niebla y no pagan por sustos —dijo, sin sonreír.
El Megalo sacudió barro, ciego de furia. Se lanzó directo al pecho de Asori. Él intentó un giro amplio —demasiado— y el pie se le hundió en un hoyo traicionero. El tiempo se partió en láminas: dientes, bozal, olor a río podrido, el peso viniendo como carreta sin freno.
—¡Blair! —llamó, no por miedo, sino porque aprendía a pedir.
La respuesta fue exacta: una estocada de fuego, fina como una aguja, atravesó la articulación del Megalo. La criatura chilló sin voz y cayó a un lado, humeando por dentro como tronco hueco. El olor a carne quemada y brea invadió el paso.
Los bandidos retrocedieron al unísono. El del sombrero levantó las manos, el de los nudillos buscó con el pie su espada caída sin perder de vista el ardor en la palma de Blair.
Editado: 19.09.2025