El amanecer en el Monte Aeryon llegó con un vidrio de luz pálida entre la neblina. El viento, cargado de Astral, raspaba los pulmones con cada inhalación. Asori se puso en pie sin titubeos: activó su transformación y dejó que la aura blanca le lamiera la piel hasta encenderle los ojos en azul. Hoy no habría descansos; Eryndor había sido claro: todo el día transformado.
Las mangas de peso crujieron al encajar en sus antebrazos. Sentían más pesadas que ayer. Era esa maldita “bondad” del tejido enlazado al Astral: cuanto más fuerte él, más lo hundían.
Eryndor lo esperaba de pie, sosteniendo el viejo pergamino como si fuera una espada envainada.
—Empieza —dijo, sin preludios—. Aetherion. Quiero que lo llames hasta que el viento te responda por nombre.
Asori asintió, se plantó ante la roca escogida como verdugo y víctima. Separó las piernas, enraizó los pies; brazos colgando pesados, hombros relajados. Llevó la mano derecha al centro del pecho, exhaló largo, apagó la rabia, la prisa, la vergüenza. Silencio. El aire comenzó a remolinar, obediente, en la cavidad invisible de su palma.
El vórtice creció, compacto, vibrante. El Astral se trenzó con el aire como si hilara cuerda.
—Aetherion… —susurró.
Empujó la esfera.
El estallido le reventó el antebrazo; la esfera colapsó antes de salir, y la onda de presión le mordió los nudillos. La roca quedó con un arañazo y el dolor le subió hasta el hombro.
Asori apretó los dientes.
—Otra vez.
El segundo intento salió disparado, pero mal formado: un remolino hueco que se deshizo en chispas de polvo a medio camino. El tercero vibró bien… y explotó en su mano. La piel de los dedos se abrió en finas líneas rojas.
Eryndor habló sin acercarse:
—Deja de empujar el viento. Invítalo. El aire no entiende de órdenes; entiende de rutas. Dale un cauce, no una pared.
Asori probó de nuevo. Y de nuevo. Y otra vez, hasta que el pulso del Astral en su muñeca fue un tambor sordo. La roca, inmóvil, parecía burlarse.
—Bien —dijo al fin Eryndor, enrollando el pergamino—. Suficiente demolición de tus manos por ahora. Vamos con control.
El sabio sacó una tira de cuero y, antes de que Asori preguntara, le ató la mano izquierda a la espalda.
—Hoy eres diestro. Tu izquierda no existe. Piernas separadas, centro bajo. Quiero que te sientes en el aire.
Asori descendió hasta una postura de jinete, muslos incendiados en tensión. Eryndor le colocó en la mano derecha una roca ovalada, de la talla de un melón.
—La rodearás de Astral y aire —explicó el maestro—. Yo intentaré destruirla. Tu tarea es impedirlo creando una presión igual a la mía. Si te quedas corto, se rompe. Si te pasas, también se rompe por desequilibrio. El viento es equilibrio o es cuchilla. Decide.
Asori tragó saliva. Equilibrio exacto. El reto no era fuerza; era medida.
Cerró los ojos, dejó que el Astral fluyera a través del brazo, entrara por los poros como bruma fría y abrazara la piedra. No apretó; envolvió.
Eryndor levantó dos dedos. El aire a su alrededor cambió de tono; un rumor profundo, como marea distante. Luego, con un chasquido, descargó presión invisible hacia la roca.
La piedra chilló. Una grieta fina se dibujó en su superficie.
—¡Concéntrate, Asori! —Eryndor no alzó la voz; el viento lo hizo por él.
Asori alimentó el halo de aire alrededor del guijarro, buscando igualar. La grieta se detuvo. Otro empuje de Eryndor, más severo. Asori subió también… demasiado.
La roca estalló como una fruta seca.
Asori maldijo entre dientes, casi cayendo de la postura por el latigazo en los muslos.
—Lo arruiné…
—Lo aprendiste —corrigió Eryndor—. El aire no es muro: es amortiguador. Ni falta ni exceso. Igualdad. De nuevo.
Le puso otra roca. La postura quemaba. La mano izquierda atada empezaba a dormírsele; la espalda sudaba hielo bajo el sol. Eryndor empujó; Asori acomodó el aura como un guante.
La piedra vibró… aguantó.
—Mejor —dijo el sabio—. Y ahora con pequeñas variaciones.
Las tandas se volvieron un metrónomo infernal: empuje, ajuste, empuje, ajuste. Asori sintió por primera vez el peso real del Aetherion: no estaba solo en golpear, sino en medir. En escuchar la diferencia entre romper y sostener.
Al cabo de un rato que pareció una hora, Eryndor soltó aire de golpe. Asori corrigió a tiempo. La roca cantó pero no se quebró. Cuando el maestro retiró la fuerza, Asori soltó el guijarro en el suelo y casi se desplomó junto con él.
—Pierna temblorosa —diagnosticó Eryndor, medio divertido—. Buen signo. Otra ronda.
Siguieron hasta que el muslo derecho fue incendio y el izquierdo, vidrio. Cuando por fin Eryndor cortó el ejercicio, Asori tenía las manos ardidas, la piel del dorso encendida de microcortes y las mangas pesaban como escombros mojados.
—Ahora —anunció el sabio, sonriéndole con esa crueldad pedagógica que ya era cariño—, escalada la pared junto a la cascada.
—¿Qué? —Asori parpadeó.
—Con la mano atada. Hasta la arista del Monte Aeryon. Si caes, no dejare que comas el día de hoy.
—Eso es chantaje.
—Eso es entrenamiento.
La pared era un mosaico de lajas húmedas, pequeñas repisas salvadoras y huecos que te mentían para arrancarte los dedos. Asori ajustó la postura, probó agarres solo con la mano derecha, buscó apoyos con los pies. La transformación lo sostenía, pero el pulso ya iba rápido: la energía exudaba como sudor.
A los tres cuerpos, resbaló. Cayó con un grito ahogado y el viento le arrancó el aliento.
El suelo no llegó. Una presión suave, como manos invisibles, lo detuvo y lo devolvió a la pared con la delicadeza de quien posa una taza.
Asori miró hacia arriba. Eryndor estaba flotando a unos metros, los pliegues de su túnica bailando, el cabello blanco dócil al vendaval.
—¿Está… volando?
—Paso Celeste. Es otra técnica que solo algunas personas capaces de manejar Astral pueden realizar, consiste en caminar sobre gradientes de aire. —Guiñó un ojo—. Tú también podrás… cuando tu Astral obedezca sin pedir permiso.
Editado: 01.10.2025