El rugido de la multitud se sentía lejano, como si fuera un eco bajo el agua.
Asori estaba arrodillado, jadeando, con el pecho ardiendo por el Lariat que casi le partió en dos. Cada respiración era un tormento, cada intento por incorporarse era frenado por el peso de la presencia de Sir Kael.
El caballero de la armadura oscura avanzaba lento, seguro, como un cazador que no teme a su presa. El público gritaba, algunos a favor de Asori, otros maravillados por la brutalidad de Kael.
Blair observaba desde las gradas, con las uñas enterradas en sus palmas. El miedo la ahogaba, como si sus recuerdos de la noche anterior se mezclaran con la imagen actual: Kael, implacable, caminando hacia el chico que más quería.
Kael se detuvo un instante en el centro de la plataforma. Su mirada roja buscó, casi sin querer, un rostro entre las gradas reservadas: Darian, el sobrino de Zeknier, encajado en su asiento como un príncipe burlón, observando con sonrisa engreída. Aquella mirada fue una aguja que tiró, implacable, del ovillo de su memoria.
El paisaje se abrió en un recuerdo helado. Recordó cómo la montaña lo había escupido cuando cayó aquel día: la nieve que le mordía la piel, el aire tan fino que las respiraciones dolían. Había sido arrojado al abismo, derrotado por un mocoso cuya fuerza no supo leer. Su cuerpo se había hecho pedazos, los huesos quebrados; su orgullo, hecho trizas en la helada. Creyó morir entre la blancura.
Semanas después, cuando la muerte parecía la compañía más cercana, la sombra vino a recogerlo.
La figura apareció sin forma precisa, como si la noche misma se hubiera condensado en un hombre. Su voz no venía de la boca, sino del interior de los huesos: grave, lenta, resonando como un eco que no tenía fin.
—Mírate… —dijo la sombra—. Perdido en la nieve, derrotado por un crío.
Kael, apenas consciente, sintió cómo la rabia le subía como fiebre.
—Ese mocoso… tenía algo. Un orbe. Brillaba. Usaba el viento… —balbuceó, los recuerdos cortos y ásperos como hielo roto.
La silueta se inclinó, y por un instante su perfil se recortó contra la luna, tan afilado como una guadaña. El silencio que siguió fue una presión, una respiración que aplastaba. Luego, con una calma venenosa, la sombra habló de nuevo:
—Un portador.
Fue como si alguien hubiese echado carbón a su sangre. Los ojos de Kael se encendieron con una luz desesperada.
—¡Me humilló! ¡Me dejó para morir! —rugió—. Quiero poder. Quiero aplastarlo.
La sombra no se movió, pero la presencia que emanaba era un peso convertido en ley. La voz, ahora más baja, más íntima, se clavó en su oído:
—¿Estás dispuesto a perderlo todo?
Era una pregunta que no aceptaba medias tintas. Kael aferró el poco calor que le quedaba y respondió sin pensar:
—Sí. Lo que haga falta.
La figura pareció sonreír, y la sonrisa sonó como el crujir de hielo en la madrugada.
—Bien —murmuró—. La chica a la que seguías era la princesa. Blair.
El nombre cayó como un latigazo. El corazón de Kael se detuvo, por un instante, en un silencio maldito.
—¿La princesa?
La sombra se acercó hasta envolverlo, como una niebla que aprieta. Su voz se llenó de codicia y promesas rotas.
—Una joya sin pulir. Creída muerta. ¿Te imaginas lo que vale? Tómala. Rómpela. Hazla pedazos. Que su dolor sea el eco de tu humillación. Que su nombre gima cuando pronuncies el mío.
La orden no era una oferta, era una cadena. En su tono no había consuelo; había destino. El caballero apretó la mandíbula hasta sentir crujir los dientes. Sus ojos se volvieron locos, febriles.
—La haré sufrir —susurró—. Que se retuerza como yo me retorcí.
La sombra se reclinó sobre él como una marea negra y le susurró al oído, la voz prometiendo coronas de hueso:
—Entra al torneo. Mi sobrino moverá las piezas. Harás que se enfrente a lo que menos espera. Serás la herramienta de mi juego. Recuerda: el tablero se inclina a quien controla las reglas. Obedece… o iremos por ti primero.
No fue una amenaza cualquiera. Fue una sentencia. La sombra no tenía que mostrar dientes; su poder residía en la certeza de quebrar a quien se cruzara en su plan.
Kael asintió mecánicamente. Al hacerlo, algo en su pecho se quebró y a la vez se forjó: renacido en el filo del odio, comprado por una promesa que olía a azufre. Ya no era el mismo hombre que había caído. Era su rabia hecha carne, con órdenes de un titiritero que gobernaba la oscuridad.
Y en las gradas, Darian sonrió más ancho, sin saber las cadenas invisibles que acababa de cerrar.
De vuelta en la arena, Kael sonrió bajo su yelmo. Sus pasos retumbaron como martillazos.
Asori trató de ponerse de pie. El sudor le corría por la frente. El miedo aún lo sujetaba, pero había algo más: la voz de Blair resonando en su mente, sus promesas, su calor.
No puedo rendirme.
Se impulsó con las piernas y lanzó un puñetazo reforzado con Astral. El aire silbó alrededor de su brazo. Pero Kael lo desvió con el antebrazo, como si fuera un golpe de un niño.
El contraataque fue brutal: un rodillazo directo al abdomen que levantó a Asori del suelo. El dolor le arrancó un grito. Apenas logró cubrirse cuando el siguiente golpe cayó sobre su espalda, estampándolo contra la plataforma.
—¿Eso es todo? —la voz de Kael era un rugido deformado por la armadura—. ¡¿Este es el niño que me humilló?!
Asori tosió sangre, pero sus piernas no cedieron. Con un gruñido, lanzó un Aetherion al suelo. El estallido de Astral levantó polvo, forzando a Kael a retroceder un par de pasos.
Desde las gradas, Blair se inclinó hacia delante.
—¡Asori…!
El chico jadeaba, los brazos temblando, pero poco a poco su cuerpo se sincronizaba. El miedo seguía allí, pero empezaba a moverse entre sus golpes, a endurecer sus músculos. Cada paso era un desafío.
—No… me vas a quebrar…
Kael chasqueó los dedos. Las sombras de su armadura se extendieron, y de ellas emergió una espada oscura, larga, dentada, rezumando un aura familiar.
Editado: 01.10.2025