"The Sky" - A puro Rock and Roll

Capítulo 1

Nací en Hertford, donde tengo un trabajo estable y además me dedico a la música Rock. Aunque, a decir verdad, ambos polos están estrechamente relacionados. En este mismo sitio también nacieron Lee, Joe, Roger, Jon y Richard. Todos ellos estudiaron en estas mismas escuelas, frecuentaron los mismos antros, y dieron sus primeros pasos en la música; mucho antes de convertirse en el fenómeno mundial arrasador que se originó hace poco más de tres décadas.

En la actualidad sólo quedan los vestigios. Unas cuantas placas conmemorativas y un sugestivo monumento a Joe que se encuentra en la plazoleta que se ubica frente a la vivienda donde el músico pasó su infancia. La calle lleva su nombre artístico “Joe Night”, y entre el grupo de fanáticos más conservadores —del que formo parte— coincidimos en que él estaría en total desacuerdo con esa barbarie.

Una figura de bronce a real escala muestra la formidable figura del roquero con los cabellos pegados al rostro, haciendo una de sus habituales poses triunfales mientras sostiene con ambas manos su Fender Stratocaster. Las personas viajan desde todas partes del mundo para prender velas y dejar presentes que van a parar a las manos de cualquier vagabundo. Me pregunto si en verdad todo ese supuesto grupo de “fanáticos” comprende el concepto que fue el alma de los Purple Roll. Yo creo que no.

No es fácil ser músico. Hay que talonear a una cantidad impresionante de bandas para que la gente te conozca, y aun así el público te desprecia con su falta de atención, mientras conversan y se ríen a los gritos, como si el escenario estuviese vacío. En esta carrera hay que soportar ninguneos, competencia desleal, y personalidades arrogantes que no hacen más que ponerte piedras en el camino.

Trabajo quince horas extra a la semana para costear los gastos de las grabaciones, porque en los antros nunca pagan lo que estipula el contrato, aludiendo a las importantes pérdidas monetarias por la falta de espectadores. Te ponen la soga en el cuello, y estás obligado a lamer sus ambiciosas manos. No es nada sencillo conseguir un lugar libre los fines de semana,  y en minutos nosotros podríamos perder el nuestro.

Ser roquero en estos tiempos es frustrante. Somos material de remplazo, completamente descartables antes de darnos la oportunidad de escribir nuestra propia historia. La realidad no está para caprichos artísticos ni exquisiteces de sonido. Sé que el mundo ya no es el mismo de hace cincuenta años atrás… pero eso no me molesta. Las personas cambian e inevitablemente hacen cambiar todo a su alrededor. Pero hay otra cosa que sí me duele, y no puedo evitar sacármelo de la cabeza: Hertford ya no es la misma ciudad que fue durante las épocas de los Purple Roll.

 

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Hertford es la capital del condado de Hertfordshire, en la región este de Inglaterra. Es una locación de pocos habitantes. Las viviendas son simétricas y algunas calles son adoquinadas —un espejo al pasado que siempre me pareció atractivo—. Hacia los alrededores la arquitectura es más sofisticada, y predominan los amplios jardines y las mansiones al estilo de castillos europeos. Es un sitio tranquilo y agradable, cualquier día del año, a toda hora del día.

Tuve la suerte de nacer en el seno de una familia tipo. Mi padre es profesor de Literatura graduado en Oxford, y mi madre es profesora de música graduada con honores en el Royal College of Music. Ella se especializó en piano y desde hace varios años enseña en el instituto “Little Brighton”, el más importante de la región circundante.

Nuestra vivienda es amplia y pintoresca, pero lo único que siempre me ha importado de ella es el sótano, donde se acumulan, entre otras cosas, diversos instrumentos musicales de carácter exótico (casi todos obsequios provenientes de Sudáfrica que le hicieron a mi madre sus compañeros de trabajo). Podría decirse que aquel sitio tiene un importante valor sentimental para mí, ya que fue mi primera sala de ensayo, o más específicamente, el lugar donde comencé a forjar mi identidad como músico. Allí me llené de frustración las primeras veces, y también festejé, mucho más adelante, los primeros logros. Pero lo mejor de todo fue que en aquella habitación oscura y poco ventilada comencé a soñar en grande.

Tengo dos hermanas mayores. Jill se casó hace tres años y se mudó a Hounslow, y Liv, cuatro años mayor que yo, continúa fastidiándome como cuando éramos niños. A pesar de todo somos una familia unida, lo que podía llamarse una familia inglesa  “tradicional” —aunque creo que debería revisar ese último concepto—.

Comencé a mostrar aptitudes con la música desde pequeño. A los siete años había decidido que me convertiría en un pianista clásico. Mi madre se tomó demasiado enserio mi deseo. Su exigencia y seriedad en las lecciones terminaron por aterrarme a tal punto de hacerme desistir. Recuerdo que teníamos un tocadiscos, de esos aparatosos y prehistóricos, que mi padre aún conserva en óptimas condiciones. En él solíamos escuchar las obras de Chopin, Elvis Presley y Buddy Holly. Aquellos fueron los primeros sonidos que me llamaron la atención, afinándome el oído.

Todavía recuerdo con claridad ese particular momento que marcó un antes y un después en mi vida. Tenía diez años y estaba en la sala junto al piano, aprovechando la ausencia de mi madre que de ninguna manera me hubiera permitido aquella intromisión en sus libros de partituras. De chico era introvertido; para nada ruidoso ni escandaloso en comparación con los de mi edad. En otras palabras, era un niño aburrido, tímido y sin ninguna cualidad interesante que mis padres pudiesen alardear frente a sus conocidos.



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Editado: 24.02.2019

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