Habían pasado varios tres de marzo, y yo había cumplido veintisiete años. Luego de pasar más de la mitad de mi vida tocando la guitarra, podría decirse que dominaba con soltura todas las técnicas habidas y por haber —aunque nunca se deja de aprender, no crean que soy un genio—. Pasaron muchas cosas en medio de aquellos años, desde que descubrí mi pasión por la música hasta la actualidad.
Había finalizado mis estudios académicos y había conseguido una maestría que me permitía ejercerme como profesor de guitarra. Desde los veintidós lidiaba con adolescentes rebeldes en un instituto, que ni siquiera tenían verdaderas aspiraciones. Casi siempre llegaban por curiosidad o porque querían aprender a tocar la guitarra de un modo tan fácil como se aprende a utilizar la consola de turno. Ya había agotado casi todos los recursos de enseñanza del profesor Martín, y más de una vez tuve el impulso de renunciar; pero luego resolvía quedarme por esas dos o tres jóvenes promesas que sí valían la pena.
Muchos artistas solistas me contrataban por periodos de tiempo breve como músico sesionista; lo cual me dejaba muy buenos ingresos. Vivía de lo que amaba, no podía quejarme, pero aun así no podía evitar sentirme insatisfecho. Había dejado hacía algún tiempo la casa de mis padres. Lograr independizarme fue sin dudas uno de los acontecimientos más gratificantes que experimenté durante la juventud. Residía en un pintoresco barrio de Hertford ubicado en las afueras, a unos diez minutos del centro. Era una vivienda de cinco ambientes que reunía todos mis requisitos: aislamiento y comodidad.
Lo primero que trasladé allí fue mi vasto equipamiento que se había multiplicado desde que comencé a tomarme la música en serio. Dediqué una habitación completa al armado de mi estudio casero. Al igual que en la adolescencia, las paredes se vieron recubiertas por posters y fotografías enmarcadas, con la única diferencia de que ahora ni la cocina ni el baño quedaban exentas a la decoración. Todo en mi casa gritaba Rock and Roll; cada centímetro cuadrado. La vida parecía perfecta cuando llegaba al hogar dulce hogar y podía aislarme en mi propio mundo, luego de la incansable rutina lidiando con jóvenes que creen que todo lo pueden.
En eso me encontraba aquella fría noche de marzo. Estaba en medio de una crisis creativa, mientras comía comida instantánea y apuntaba ideas para mi próxima composición. En ese momento, con la cabeza inmersa en todo aquel caos, sentí que un auto se detuvo en la calzada frente a mi vivienda. No era habitual recibir visitas a tales horas, en un día de semana, por lo que mi corazón se aceleró. Nadie había dejado mensajes en la contestadora para programar un encuentro, y mis padres recientemente jubilados se encontraban vacacionando en Brasil.
El timbre sonó. Me levanté apresurado del sillón y me acerqué hasta la puerta de la entrada, donde intenté espiar inútilmente por el ojo de pez. La oscuridad de la noche no dejaba ver otra cosa que no sean siluetas espectrales que parecían salidas de una película de terror. Un segundo timbreo me convenció de abrir. Sabía que luego no iba a perdonarme quedarme con la intriga.
— ¿Es usted Tony Hamilton? —me preguntó el sujeto ni bien abrí la puerta. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto misterioso y acento extraño.
—Así es, ¿quién es usted? —inquirí tajante. En ese momento noté que el sujeto traía consigo un enorme paquete.
—Soy Edward Martín, el hijo de Robert Martín —me dijo, y en cuanto oí el apellido me sentí aún más confundido. Interrumpí su presentación con una invitación para entrar a la vivienda; ya que sea lo que sea no podía resolverse en el umbral de la puerta. El individuo me siguió hasta la sala donde tomamos asiento, y recién en aquel momento me animé a preguntarle…
— ¿En qué puedo ayudarle? —fue lo único que fui capaz de formular. Edward vaciló algunos instantes antes de ofrecerme una contestación.
—Verá, cuando mi padre falleció embargaron su testamento. Aparecieron unas deudas de las que nadie se quiso hacer cargo. Ningún familiar se pudo acercar a sus posesiones durante todo aquel tiempo. Hace poco recibí un llamado… Un sujeto aparentemente extranjero pagó todas las deudas de mi padre. Fue extraño, ya que no quiso ninguna de las cosas que ahora le pertenecían por ley. Como único heredero legítimo, todo recayó en mis manos. Este paquete tiene tu nombre. Por su peso y forma puedo suponer que se trata de una de sus guitarras, pero de todos modos, deseo que tú mismo lo averigües.