Desde que tengo memoria, mi mundo ha estado envuelto en la pobreza. Crecí en un barrio marginal donde la violencia y la desesperanza se impregnaban en cada rincón, como si las paredes mismas de las casas destartaladas llevaran consigo la tristeza de quienes las habitaban.
No recuerdo un solo día de paz en mi infancia, pero de alguna manera, yo era diferente.
Mi fuerza, mi habilidad física, ya me separaban de los otros niños, aunque eso no era algo que hubiera buscado.
La primera vez que rompí la muñeca de un compañero de escuela, no lo hice por crueldad, sino por no comprender mi propia fuerza. Desde entonces, mi vida se definió por la lucha y el dolor, mucho antes de que siquiera comprendiera su significado.
Mientras otros niños reían y jugaban en las calles, yo pasaba mis días en un entrenamiento constante. No era una elección; era una obligación.
Mi padre, Victor, era un hombre endurecido por la guerra, con una mirada que siempre parecía juzgarme. Veía en mí el reflejo de sus sueños frustrados, la oportunidad de crear en mí lo que él nunca pudo ser. Cada golpe que recibía, cada extenuante ejercicio que me imponía, tenía un propósito: convertirme en la herramienta perfecta. Las palabras de afecto eran escasas, sustituidas por órdenes y correcciones severas.
Recuerdo un día en particular. Tenía 13 años y llevaba horas entrenando en el viejo cobertizo de la casa. Las palmas de mis manos estaban en carne viva por golpear un saco de arena que ya había perdido su forma original. Mi cuerpo temblaba por el esfuerzo, pero el entrenamiento no se detenía. Papá estaba allí, observándome con sus ojos fríos.
-"¿Quien te dijo que pares? Sigue o no serás más que un fracaso."- dijo, su voz tan dura como sus expectativas.
-"Levántate y sigue. El dolor es la prueba de que estás avanzando."-
-"Estoy... estoy cansado"- respondí, con la respiración agitada. Apenas podía sostenerme en pie.
Papá dió un paso al frente y me miró con desdén.
-"Entonces no eres lo suficientemente fuerte. La guerra no espera a los débiles, Arthur. ¿Quieres morir siendo un don nadie?"-
Sus palabras siempre eran igual de crueles. Nunca hubo consuelo ni empatía, solo una constante presión por mejorar. En esos momentos, me preguntaba si realmente estaba tratando de enseñarme a ser fuerte o si simplemente descargaba su frustración en mí. Tal vez era ambas cosas...
Nuestra familia era numerosa y caótica, apenas logrando mantenerse en pie. La relación con mis hermanos estaba marcada por la competencia, todos luchando por la aprobación de un hombre que nunca sabía mostrar cariño.
Samuél, mi hermano mayor, era el favorito de Victor. Siempre parecía hacer las cosas bien, siempre era más fuerte, más rápido, más todo. Cada vez que me caía, lo oía decir cosas como
-"¿De verdad, Arthur? ¿Otra vez fallaste?"- Su tono siempre tenía una pizca de superioridad.
Luego estaba Martha, más joven que yo por tres años, que intentaba ser el pegamento que mantenía unida a la familia.
-"Arthur, ven a cenar"- me decía.
-"Mamá ha preparado algo especial hoy."-
Su voz siempre era cálida, tratando de suavizar los bordes ásperos de nuestra realidad. Pero yo rara vez me unía a ellos. Sentía que no encajaba, que mi lugar estaba en el cobertizo, entrenando hasta que el dolor se desvaneciera.
Mi madre, Elena, hacía lo posible por mantener la paz en un hogar donde el caos era la norma.
A menudo la veía mirando a papá con una expresión de tristeza y resignación.
-"Victor, él es solo un niño"- solía decirle eso cada vez que me gritaba y exigía mas.
-"Necesita algo más que entrenamiento. Necesita sentirse amado."-
-"El amor no lo hará el mas fuerte, Elena"- replicaba papá con severidad.
-"El amor no lo protegerá de la realidad. Solo la fuerza lo hará."-
Y así, crecí en un entorno donde la fortaleza física era la única forma de valor, y la empatía se consideraba una debilidad. Aprendí a esconder mis emociones, a ocultar cualquier debilidad detrás de una máscara de neutralidad. Para sobrevivir, tenía que ser fuerte. Y para ser fuerte, tenía que ignorar cualquier cosa que no fuera el dolor físico o el entrenamiento.
A medida que crecía, los entrenamientos se volvían más brutales, llevándome al límite de mis capacidades una y otra vez. Hubo ocasiones en que estuve al borde de la muerte, pero siempre me levantaba, más fuerte que antes.
Fue durante uno de esos momentos críticos que descubrí la Energía Nexus que yacía dormida en mi interior. No era un poder controlado ni refinado; era abrumador, caótico. Mi cuerpo comenzaba a desbordarse, consumido por su propia fuerza.
Fue entonces cuando papá, con una mirada que mezclaba miedo y orgullo, me llevó a un herrero especializado en tecnologías y Nexus.
El herrero, un hombre con cicatrices que parecían contar historias de su propio pasado, me observó como si fuera una especie de monstruo.
-"¿Estás seguro de que este niño puede soportarlo, Victor?"- le preguntó a papá mientras tomaba medidas para la armadura.
-"Es más fuerte de lo que parece"- respondió mi padre, su voz con una pizca de desafío.
-"Si no logra aguantar la armadura... entonces solo es un fracaso..."-
El herrero... Garrett, creo que ese era su nombre... comenzó el proceso extrayendo pequeñas cantidades de Energía Nexus de mi cuerpo, aislándolas en recipientes especiales diseñados para contener la energía pura sin que se disipara o explotara.
Esta energía sería la clave para infundir la armadura, dándole la capacidad de adaptarse y responder al flujo de mi poder.
Mientras el metal se fundía en el horno, Garrett mezcló aleaciones especiales que tenían la propiedad de canalizar la Energía Nexus, creando una base que podía soportar las fluctuaciones extremas de mi energía Nexus.
Una vez que el metal estuvo listo, Garrett lo moldeó en una serie de placas que formarían la estructura principal de la armadura.
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Editado: 11.11.2024