Capítulo 11: El ancla y la bestia
El silencio de la mansión se había vuelto un amigo incómodo, un vasto espacio que me recordaba la inmensidad de mi soledad. La mañana después de mi última lección, me encontré en la biblioteca, un lugar que había elegido como mi refugio personal.
Las estanterías, repletas de volúmenes antiguos, se erigían como centinelas mudos de un pasado que ya no era el mío. El sol se filtraba por los ventanales, pero su luz no me traía calidez; era un recordatorio de que ahora vivía en un mundo de sombras. Mi cuerpo se sentía ligero, como si pudiera flotar, pero mi alma era un ancla de plomo, arrastrándome hacia el fondo de un océano de dolor.
Elijah entró sin hacer ruido, su presencia era una calma que contrastaba con la tormenta en mi interior. Se sentó frente a mí, su mirada era de una profundidad inmensa, como si pudiera ver el alma rota que intentaba esconder.
—El ancla, Stephanie —murmuró, su voz era un susurro que no necesitaba alzar el tono para imponerse—. La lección más importante de todas. Es lo que te mantendrá atada a tu humanidad cuando la sed te pida que la sueltes.
No dije nada, solo lo miré, esperando. Me sentía como un alumno frente a su maestro, una ironía amarga considerando que él era el mismo que me había condenado a esta nueva vida.
—Tienes que encontrar un ancla, un recuerdo, una persona, algo que te recuerde quién eres, quién fuiste, y por qué no puedes convertirte en un monstruo. La mente de un vampiro es un lugar peligroso. Si no la controlas, la oscuridad te consumirá. Y la única forma de controlarla es agarrarte a algo que te de la fuerza de seguir adelante.
Cerré los ojos y me obligué a recordar. Intenté pensar en mis padres, en mis amigos, pero cada recuerdo traía consigo el dolor de mi traición, el miedo en sus ojos. Me estremecí. Era inútil.
Elijah, como si leyera mi mente, me interrumpió.
—No busques en el dolor, Stephanie. Busca en la felicidad. En un recuerdo que te de la fuerza de seguir. En un recuerdo que te haga sentir que aún eres tú.
Cerré los ojos de nuevo. Y lo encontré. El recuerdo de una tarde de verano, mi madre y yo en el jardín, con el sol brillando en mi rostro. Estábamos plantando flores, y ella me enseñaba a cuidar de ellas. El olor a tierra húmeda, el aroma dulce de las rosas, su risa… todo se sintió tan real que casi pude sentir su mano en la mía.
El recuerdo me dio una sensación de paz que no había sentido desde que me convertí. Me agarré a él, me aferré a él con todas mis fuerzas, como un ancla en un mar de rabia y dolor.
De repente, una voz, más fría que el hielo, interrumpió el momento.
—Ya veo que Elijah te está enseñando a ser una sentimental. Pero la sentimentalidad te matará.
Abrí los ojos y vi a Klaus. Su rostro era una máscara de desprecio.
—La bestia en ella necesita ser domada, no alimentada de recuerdos de flores. La única forma de sobrevivir es ser un depredador.
—Klaus, este es mi método —dijo Elijah, su voz era una advertencia.
—Y el mío es el único que funciona —gruñó Klaus, y me miró con una mirada que me dio miedo—. Ven conmigo, pequeña. Es hora de que te enseñe a usar tu nueva fuerza.
No tuve elección. Lo seguí. Me llevó a un gimnasio en el sótano, un lugar oscuro y lleno de máquinas de tortura. Klaus me obligó a correr, a levantar pesas, a luchar.
Mi cuerpo, que una vez fue débil, ahora era una máquina de guerra, rápida, fuerte, imparable. Pero mi mente… mi mente estaba en un tormento.
—Tu fuerza no es un regalo, es una herramienta —me dijo—. Y si no la controlas, te consumirá.
La lección de Klaus era brutal. Él me empujó hasta mis límites, me obligó a luchar contra él, a usar mi fuerza. Cada golpe que me daba era una lección, una advertencia. Me enseñó a ser un depredador, a no dudar, a no tener piedad. La bestia en mí, la que había intentado esconder, salió a la luz.
Horas después, cuando mis músculos estaban entumecidos y mi mente agotada, regresé a mi habitación. Klaus me dejó, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Sabía que había hecho su trabajo. Sabía que había despertado a la bestia.
Me tiré en la cama, agotada. La lección de Klaus había sido un contraste cruel con la de Elijah. Uno me enseñó a ser humana, el otro a ser un monstruo. Me sentía como un tira y afloja, mi alma en el medio, dividida entre la luz y la oscuridad.
El sonido de la puerta al abrirse me hizo tensar. Era Kol. Su rostro era una máscara de dolor, sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Stephanie, tenemos que hablar —murmuró.
—No hay nada de qué hablar, Kol —dije, mi voz era fría.
El dolor que sentía por lo que me había hecho se había convertido en un muro de hielo.
—Lo lamento —dijo, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas—. No quería que esto sucediera. Yo… yo te amo. Eres mi mejor amiga. Mi novia y esperaba que algún día fueras más que todo eso...
—No, Kol. Ya no lo soy —dije, y mis palabras eran una espada que lo perforaba—. El día que me entregaste a los Ancestros, me hiciste un monstruo. Y ya no puedo mirarte de la misma forma.
—Por favor, Stephanie —susurró, y se arrodilló frente a mí—. Sé que es difícil. Sé que te duele. Pero te juro que no lo hice con la intención de lastimarte. Quería salvarte. Y sé que a los ojos de mi familia, lo hice. Pero no me imaginé el dolor que iba a causar.
—Salvarme… —dije, y una risa amarga escapó de mis labios—. Me condenaste, Kol. Me condenaste a una vida que no quiero, a un cuerpo que no reconozco. Y me entregaste a la bestia. Igual que Elijah...
Kol se levantó, su rostro era una máscara de dolor. Se fue, y el silencio volvió. Me sentí sola de nuevo. Mi alma estaba rota, mi corazón estaba roto. Y la única persona que podía curarme, me había herido.
La noche cayó, y Elijah regresó. Entró en mi habitación con una taza de té. El olor a hierbas me calmó el alma.
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Editado: 02.09.2025