The Wolf’s Oath

Capítulo Uno

Isla de Lindisfarne, Año del Señor 877

La sangre aún humeaba en las piedras cuando ella lo encontró. El humo de las chozas incendiadas se mezclaba con el olor a sal y carne quemada. Ragnhildr, hija de Skarde, caminaba entre los restos de la aldea como un espectro de guerra, con su hacha aún goteando la última nota de un canto de muerte. Y entonces lo vio. Un hombre entre ruinas, acorralado por su propio aliento, con la túnica de un monje y la mirada de un lobo. Herido, pero no vencido. Su boca no pidió clemencia. Sus ojos sí. Por un instante, solo uno, ella pensó en dejarlo vivir. Y eso, en tiempos como aquellos, era casi una traición.

—¿No vas a matarme? —preguntó él, en un sajón áspero pero claro.

Su voz era ronca, probablemente por el humo, o quizás por el orgullo tragado a la fuerza. Ragnhildr lo observó con el ceño fruncido. Era joven, más de lo que imaginó al principio. Tenía una herida en el costado, no mortal, pero maldita si no lo doblaba de dolor cada vez que respiraba. A su alrededor, los cuerpos de sus hermanos en Cristo, esparcidos como muñecos rotos bajo el peso de las hachas nórdicas.

—¿Crees que eres digno de una muerte rápida, sajón? —susurró ella, no porque no supiera gritar, sino porque el viento ya llevaba demasiadas voces al Valhalla aquel día.

Él no respondió. Sus labios se tensaron. Miraba su rostro, no sus armas. Como si buscara algo más que juicio en la mirada de la mujer que debía matarlo.

Ragnhildr dudó. No porque temiera a los dioses —ya les había servido en guerra y en sangre—, sino porque había algo en aquel monje que no encajaba. Las manos no eran suaves como las de los hombres de fe. Tenían callos. Tenían historia. Y la cicatriz que cruzaba su mejilla, como un rayo sobre piedra, no era cosa de clérigos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella, bajando el filo de su hacha solo una pulgada.

Él dudó. Sus ojos la midieron.

—Eadric. —Pausa—. De ningún lugar.

Mentía. Y ella lo supo.

Esa fue la primera mentira entre ellos. Pero no la última.

Aquel día no lo mató. Lo llevó consigo, atado, cubierto por un manto que robó de un cadáver. Dijo a su gente que era esclavo. Dijo que era nada.

No dijo que le temblaba el alma por dentro, y que por primera vez desde que era niña, había sentido otra cosa que odio.




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