The Wolf’s Oath

Capítulo Dos

Desde algún lugar en la costa sajona, al anochecer

No rezó. No cuando ella lo encontró, ni cuando lo arrastraron como un animal entre risas y sangre seca.

¿Para qué? Dios no escucha a los hombres que han matado en su nombre.

Eadric había enterrado a su verdadero yo años atrás, junto con su espada y el nombre que sus enemigos temían. Tomó la túnica negra por necesidad, no por fe. Y sin embargo, había algo reconfortante en el silencio del monasterio… hasta que los cuernos de guerra sonaron y el fuego le devolvió el olor familiar de la guerra.

Y entonces apareció ella.

Ragnhildr.

Su rostro no era hermoso, no en el sentido que los poetas cantan. Pero su presencia llenaba el aire como el trueno antes de una tormenta. No lo mató. Y eso, Eadric lo sabía bien, era peor que morir. Porque ahora estaba en deuda. Porque ahora sentía.

En las noches siguientes, mientras lo obligaban a dormir sobre paja húmeda, con las manos atadas y el cuerpo golpeado por el vaivén de la marcha vikinga, él la observaba. Desde la oscuridad. Desde el miedo. Desde algo más profundo, más maldito.

Recordaba la forma en que bajó el hacha. Como si el gesto le doliera. Como si dentro de ella quedara una grieta que no cerraba.

¿Por qué no lo había matado? ¿Por qué no lo había dejado entre los cuervos y las cenizas?

Y lo peor de todo, lo que más le hervía en el pecho, era la pregunta que le ardía desde entonces:

—¿Y por qué, demonios, me importa tanto?




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