Capítulo Tres

Tres días después, campamento vikingo en los bosques de Bernicia

La lluvia había caído sin descanso. Un lodo espeso tragaba las botas, y el humo de la hoguera se arrastraba bajo las pieles como un ladrón enfermo. Eadric tosía, encadenado a un poste a mitad del campamento, mientras las risas de los hombres de Ragnhildr llenaban el aire con olor a carne chamuscada y a cerveza caliente.

Ella lo observaba desde el otro lado del fuego, bebiendo en silencio. No era una mujer de muchas palabras. Cuando hablaba, lo hacía con el filo, y cuando callaba… era peor.

—¿Vas a seguir mirando como si esperas que me muera solo? —gruñó Eadric. Su voz era baja, apenas un eco entre la lluvia y los truenos.

Ragnhildr se levantó. Sus pasos eran firmes. Sin duda. Sin miedo. Se detuvo frente a él, con una expresión de aburrimiento teñida de amenaza.

—Pensé que los monjes no hablaban con ese tono.

Él la miró. Directo. Sin la máscara que había usado frente a los otros.

—Pensé que las vikingas no dejaban vivos a sus enemigos.

Un silencio los envolvió como una capa mojada. Un guerrero rió desde el fondo, sin saber que estaba presenciando el principio de algo que no sabría cómo nombrar.

Ella se agachó frente a él. Tan cerca que Eadric pudo ver la línea tenue de una cicatriz vieja bajo su ojo izquierdo.

—No te confundas, sajón. No te dejé vivir. Solo no te maté todavía.

—Entonces mátame.

—¿Quieres morir?

—Quiero dejar de preguntarme por qué demonios me estás mirando como si tuvieras miedo de hacerlo.

Por un instante, solo un latido de corazón, los ojos de Ragnhildr parpadearon. No por sorpresa. Sino porque había verdad en las palabras que no quería escuchar.

Y entonces se levantó, sin responder, dándole la espalda como si su silencio fuera la única respuesta posible.

Eadric cerró los ojos. No sonrió. Pero por primera vez desde Lindisfarne, el calor de una chispa encendió algo en su pecho.

No fe.

Algo peor.

Esperanza.