The Wolf’s Oath

Capítulo Cuatro

La costa de Northumbria, al amanecer

El viento soplaba con fuerza, arrastrando la sal del mar hacia las orillas fangosas. Ragnhildr se paró sobre las rocas, mirando hacia el horizonte, donde las naves vikingas se deslizaban en silencio, como sombras de hierro sobre el agua. El gris del amanecer parecía un presagio, una advertencia, pero ella no lo temía. Había crecido con ese frío, con esa niebla en los pulmones.

Pero algo la inquietaba. Algo más allá de las olas.

—Estamos siendo seguidos —dijo Eadric desde su lugar, encadenado a su lado, con su voz grave pero más tranquila que antes.

Ella lo miró sin sorpresa. Los hombres que los escoltaban eran rudos, no tan astutos. La sorpresa venía de él, de ese sajón que no le había visto venir.

—¿Crees que no lo sabía?

—¿Entonces por qué no huimos?

—Porque, a diferencia de ti, no soy tonto. No podemos irnos, no sin tener un plan.

Eadric la observó. Había algo en su postura, algo que le decía que la guerra ya no era solo algo que dominaba su vida, sino algo que la consumía.

—No todos somos guerreros, Ragnhildr.

Ella frunció el ceño, dando la vuelta para enfrentarlo, su voz cargada de una amenaza apenas contenida.

—¿Te crees que soy una guerrera porque me gustan las batallas, sajón? No. Lo soy porque no tengo más opción.

La lluvia comenzó a caer de nuevo, un manto gris que los rodeaba como un velo, borroso y frío. Eadric no pudo decir nada. Había algo en su voz, en su mirada, que le decía que no entendía, y quizás nunca lo entendería. Pero en esos breves momentos, cuando el sonido del mar se mezclaba con el de la tormenta, el vínculo entre ellos comenzó a formarse en lo más profundo del alma. No era compasión. No era deseo.

Era supervivencia.

Un grito lejano rompió el aire. Era un grito vikingo, de guerra, y lo que vino después hizo que el aire se volviera más denso, más pesado. Un grupo de caballeros sajones avanzaba por la costa, armados hasta los dientes, buscando venganza.

Ragnhildr no dudó. Corrió hacia el campamento, saltando sobre las rocas resbaladizas con la agilidad de una loba.

—¡Sujétate, sajón! —gritó.

Eadric no necesitó más. Con una rapidez que sorprendió a todos, levantó su hacha de madera —el único arma que le habían dejado— y corrió tras ella. Su corazón latía con furia, pero algo más latía también. Algo que no podía nombrar, ni siquiera entender.

Las voces de los hombres vikingos retumbaban en la costa, como un rugido antiguo, pero los caballeros sajones ya estaban sobre ellos. La batalla estaba a punto de estallar.

Y entre todo eso, Ragnhildr y Eadric se encontraron en el mismo lado de la guerra, luchando no por gloria, sino por la necesidad de sobrevivir. Los ojos de ella brillaban con la furia de su pueblo, pero cuando se cruzaron con los de Eadric, algo más brilló en sus miradas. Algo que ninguno de los dos estaba preparado para enfrentar.




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