The Wolf’s Oath

Capítulo Siete

En las sombras del bosque

La luz del atardecer se colaba débilmente entre los árboles, bañando el suelo del bosque en un tono rojizo. El aire era fresco, un respiro después del caos de la batalla, pero Ragnhildr aún podía oler la sangre, sentir el peso de las vidas perdidas en la costa.

A su lado, Eadric no dejaba de mirarla, como si temiera que fuera a desvanecerse en cualquier momento. La curación de sus heridas había sido ardua, pero el druida había hecho más que solo vendar sus heridas; había tocado algo profundo en su alma, algo que había hecho que Ragnhildr volviera a la vida.

Sin embargo, aunque su cuerpo sanaba lentamente, su mente aún vagaba por la sombra de la muerte.

—No te pongas a pensar en lo que pasó —le dijo Eadric, su voz suave, pero firme—. Te necesitamos aquí, no en esos recuerdos oscuros.

Ragnhildr lo miró, su rostro aún marcado por la fatiga y el dolor, pero sus ojos, esos ojos de guerrera, seguían brillando con la misma intensidad.

—¿Te crees que quiero estar aquí, sajón? —dijo, con una sonrisa torcida—. Tengo algo de orgullo, después de todo.

Eadric se acercó, los dedos rozando la herida curada en su costado, como si le temiera a la idea de perderla.

—No tienes que hacer esto sola. Nadie lo hace.

Ragnhildr desvió la mirada, mirando la danza de las sombras entre los árboles. El silencio de la naturaleza era un contraste con la rabia que aún sentía en su interior.

—Y tú, Eadric... ¿por qué no lo haces tú solo? —preguntó, con un tono entre la burla y la sinceridad—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué sigues tratando de salvarme?

Él no respondió de inmediato. Se sentó junto a ella, dejando espacio entre ambos, pero lo suficientemente cerca para sentir el calor de su cuerpo.

—Porque... —comenzó, con un suspiro profundo—. Porque, aunque no lo entiendas, no quiero que mueras. No quiero que el mundo te pierda. No quiero perderte.

Ragnhildr se quedó en silencio, procesando sus palabras, sintiendo cómo una ola de incomodidad, mezclada con algo desconocido, la invadía.

—Tú eres solo un hombre... —dijo, con una sonrisa amarga—. Y no sabes nada de lo que es perder todo.

—Lo sé, Ragnhildr. Lo sé muy bien. —Su voz se rompió un poco—. Pero si algo he aprendido en esta vida es que la gente, aunque no quiera admitirlo, no puede hacer nada solo. No hay honor en la soledad.

La joven vikinga se levantó lentamente, mirando las estrellas que comenzaban a asomar en el cielo nocturno. La herida ya estaba cerrada, pero el dolor seguía en su alma.

—El honor... —murmuró, como si hablara consigo misma—. El honor nos ha llevado a este punto, Eadric. Nos ha llevado a perder más de lo que hemos ganado.

—Tal vez, pero hay algo que el honor no puede quitar. —Eadric se levantó y se acercó a ella, con más determinación que antes—. Y es el futuro. El futuro que aún podemos escribir.

Ragnhildr lo miró, su respiración un poco más pesada. En su corazón, algo palpitó, una sensación extraña que nunca había sentido por un hombre. Un lazo que comenzaba a formarse sin que ella pudiera detenerlo.

—No soy una mujer fácil, Eadric... —dijo, con voz baja, casi inaudible.

—Nunca he esperado que lo seas.

El silencio se alargó entre ellos, denso y cargado. Eadric dio un paso más, pero Ragnhildr lo detuvo con una mano.

—¿Qué buscas de mí? —preguntó, casi con desesperación.

Eadric la miró fijamente, con una mezcla de frustración y ternura en sus ojos.

—Busco... la oportunidad de estar contigo. La oportunidad de que, aunque no sepas qué te espera, al menos sepas que no estarás sola.

Ragnhildr cerró los ojos por un momento, luchando contra sus propios sentimientos. El viento soplaba suavemente, como si todo el universo esperara su respuesta.

—No prometas lo que no puedes cumplir. —Su voz se quebró por un instante.

—Solo prometo que no te dejaré... mientras siga respirando.

La vikinga no respondió. Pero, por primera vez, Eadric pudo ver algo en sus ojos. No era odio. No era indiferencia. Era algo que ni ella misma entendía.

Algo estaba cambiando entre ellos. El lazo que los unía no era solo el campo de batalla. No era solo la sangre derramada. Era algo más profundo. Algo que ni el viento ni las estrellas podían deshacer.




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