The Wolf’s Oath

Capítulo Ocho

Susurros antes de la tormenta

El bosque era denso, como si quisiera ocultarlos del mundo. Las ramas entrelazadas dejaban filtrar apenas retazos de luna, pintando a Ragnhildr con sombras que la hacían parecer un espíritu del viejo mundo.

Habían pasado tres días desde la batalla. Tres noches en las que el fuego fue su refugio, el silencio su lenguaje y las miradas... su puente invisible.

Ragnhildr ya caminaba por sí sola, aunque cojeaba ligeramente. La herida en su costado ardía, pero más le dolía admitir que se estaba acostumbrando a la presencia del sajón.

—¿No piensas volver con los tuyos? —preguntó ella, sentada junto al fuego, limpiando su espada con un trapo húmedo.

—Ya no tengo "los míos" —respondió Eadric, sin apartar la vista de las llamas—. Me dieron por muerto... o me querían muerto.

Ella levantó una ceja.

—Y aún así estás aquí, compartiendo fuego con una mujer que también podría matarte mientras duermes.

Eadric sonrió apenas.

—He compartido el fuego con peligros peores.

Ragnhildr rió por primera vez desde que despertó, un sonido grave y breve que retumbó en el pecho de Eadric como un eco antiguo.

—Dices cosas estúpidas, sajón.

—Y tú haces que esas estupideces valgan la pena.

Ella lo miró, sin burlas esta vez. Había algo en sus ojos, algo suave y curioso. Como si no supiera qué hacer con esa parte de sí misma que comenzaba a abrirse.

—Cuando era niña —dijo, de repente— mi madre solía decirme que algún día, alguien vería más allá de mis cicatrices. Yo me reía. Las cicatrices no son para que las vean, son para que las teman.

—Yo no te temo —susurró Eadric.

—Deberías.

Eadric se acercó. Su mano rozó la de ella, con torpeza. Ella no se apartó.

—No te temo... porque sé lo que hay debajo.

—¿Y qué hay, según tú?

—Fuerza. Lealtad. Dolor. Amor, quizás.

Ella bajó la mirada. El fuego lanzaba reflejos anaranjados sobre sus mejillas, y por un instante, pareció menos guerrera, más mujer.

—Nunca he amado a nadie, Eadric.

—Yo tampoco.

—Entonces no cometas el error de intentarlo ahora.

—¿Y si no es un error?

El silencio cayó de nuevo, pero esta vez era distinto. No era frío. No era vacío. Era un silencio que respiraba con ellos.

Ragnhildr se inclinó levemente hacia él, y sus labios se rozaron apenas, como el filo de un cuchillo sobre la piel.

Un beso breve. Tenso. Cargado.

Y luego se apartó.

—No soy tu paz, sajón —murmuró, poniéndose de pie—. Soy tu guerra.

—Tal vez... —respondió Eadric, observándola alejarse hacia la oscuridad del bosque—. Pero es la única guerra que quiero pelear.

Detrás de los árboles, entre los susurros del viento, algo se movía. No estaban solos.

La tormenta aún no había terminado.




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