The Wolf’s Oath

Capítulo Nueve

Los que cazan en la niebla

La madrugada caía con un manto espeso de neblina. Los árboles parecían fantasmas erguidos, y el mundo entero se sumía en un susurro.

Ragnhildr despertó de golpe. No por un sueño, sino por la quietud. El tipo de silencio que solo existe cuando algo acecha.

Se levantó con rapidez, buscando su espada. Eadric ya estaba en cuclillas, con la daga en la mano, ojos agudos escaneando la bruma.

—¿Lo escuchaste? —murmuró él.

—No escuché nada. Y eso es lo que me asusta.

Entonces, un crujido. A su izquierda. Otro detrás. No era el viento. No eran animales.

—Nos encontraron —dijo Ragnhildr, con la voz helada.

—¿Tus enemigos o los míos?

—A estas alturas, ya no hay diferencia.

Dos sombras se movieron entre los árboles. Luego tres.

Ragnhildr empujó a Eadric detrás de un tronco caído. —Mantente abajo.

—No pienso esconderme mientras tú peleas.

—No es por cobardía. Es estrategia. Si nos rodean, al menos uno de nosotros debe llegar al río.

—¿Y luego qué? ¿Seguir huyendo?

Ella lo miró. Había urgencia en su rostro, pero también algo más. Miedo. No por ella. Por él.

—¡Muévanse! —gritó una voz desde el bosque, gutural, áspera.

Surgieron de entre la niebla como espectros. Cuatro hombres, vestidos con pieles, armados con hachas y lanzas. Mercenarios.

Uno de ellos alzó una antorcha. La luz titilante reveló el rostro tatuado de su líder.

—Buscamos a la loba del norte —dijo—. No se escondan. Ya los hemos olido.

Ragnhildr salió de la cobertura, espada en mano. Su cabello suelto le caía sobre los hombros como llamas oscuras.

—¿Tanto miedo le tienen a una mujer herida?

El líder rió. —No a ti. Al que te acompaña.

Eadric emergió, con su espada desenvainada. Su mirada era firme, pero su corazón latía con fuerza.

—¿Qué quieren de mí?

—Tú eres el precio. Ella, el castigo.

Ragnhildr se colocó delante de Eadric. —Tendrán que matarme primero.

—Eso planeábamos.

El primer golpe llegó como una tormenta: rápido, brutal. Ragnhildr giró, esquivó, y su espada encontró carne.

Eadric luchó a su lado, hombro con hombro. No con la técnica de un guerrero entrenado, sino con la rabia de alguien que ya no tenía nada que perder.

Uno a uno, los enemigos cayeron. El líder fue el último.

—No es el final... —susurró mientras sangraba en la nieve—. Vendrán más.

Ragnhildr lo vio morir sin remordimientos.

—Entonces los esperaremos.

Pero Eadric, exhausto, cayó de rodillas.

—Eadric… —ella lo sostuvo, manchada de sangre, temblando por dentro.

—Estoy bien… solo…

Cayó inconsciente.

Ragnhildr lo sostuvo contra su pecho. Miró el horizonte. Las nubes se cernían sobre ellos, y la niebla no se disipaba.

—Tú dijiste que querías pelear esta guerra… —susurró—. Entonces aguanta. Porque esto… apenas comienza.




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