Ivette era un torbellino. Sus tirabuzones de color chocolate eran su orgullo. Aunque sus ojos rasgados de color aceituna eran la viva imagen de los ojos miel de su padre. La niña había cumplido cinco años hacía tres meses y nos tenía enamorados a todos a su alrededor.
Cassidy se casó con aquel compañero de trabajo que tiene siete años menos que ella. Y a Tony —que es como se llama— se le oye en todas las radios a través de sus canciones. No les va nada mal.
Por parte de Lola, consiguió la custodia de David. A regañadientes aceptó el abogado porque era exnovio de Isabel. Tuvieron que tener una discusión de celos para que Lola admitiera haberse enamorado de Isabel, que la pilló de sorpresa y se sinceró correspondiéndole. Ahora son las mamás de un feliz David, y para mí, sobre todo, el protector de su "primita" Ivette.
Por mi parte, seguí tranquila en mi puesto en el puente de embarque durante dos años más de los que me propuso mi jefa. Hasta que pude dejar a Ivette en preescolar y darle algo de seguridad fuera de mis brazos o la familia.
Respecto a mi relación con Christopher, me cuenta poco de su trabajo. Al parecer lo que hace es sanear empresas de sus malas gestiones. Fuimos hablando poco a poco de cada vez más cosas. Sentí que se abría a mí, pero con algo que aún no quiere decir y que me hace reticente a decirle que Ivette es su hija.
Lo he dejado durante tanto tiempo para después que me va a dejar de hablar en cuanto se lo diga. Christopher era irónico, sensual, empático. Y esa melancolía al hablar pedía mimos, incluso si pretendía contar un mal chiste.
Pero algo en mi interior seguía cuestionando si veía en él al crecido príncipe de mi infancia. Y siempre anulaba cuando él me pedía una segunda cita:
“Han pasado más de cinco años, nos podríamos poner al día”, me escribió un poco antes. Mi respuesta fue hacerle una llamada cuando Ivette se fue con Lola, Isabel y David al cine.
Me siento tan cobarde cuando me acuerdo de mi comportamiento al respecto.
Al día siguiente debía auxiliar un viaje a Santa Cruz de Tenerife y dejé a Ivette con su abuela. Mi madre había empezado a salir con el padre de Lola y se acercarían al zoológico con los niños.
No parecía haber ningún problema en las tres horas de vuelo de ida. Pero tres pasajeros fueron retenidos en el avión sin dejarles salir.
El piloto tuvo una idea y el avión volvió a Madrid con el copiloto como primero al mando. Otras tres horas de vuelta. Y de vuelta a Madrid, con mi querida Ivette.
Al día siguiente vino la pesadilla. Una empresa más grande y poderosa había adquirido nuestra pequeña flota de casi veinte aviones en un concurso de acreedores por culpa de lo ocurrido en el vuelo a Tenerife.
Tanto yo como mis compañeros nos vimos en la calle. Pero al parecer mantendrían a los empleados siempre que accedieran a una reestructuración.
No sé quién decidía qué trabajo recibiríamos cada uno, pero hubo un auxiliar de cabina y dos auxiliares de vuelo que se negaron a esa reestructuración.
Los demás fuimos uno a uno a base de entrevistas para ubicarnos en un puesto nuevo.
Cuando fue mi entrevista, sé que no debía ponerme nerviosa. Entré a la oficina. Un hombre con traje gris lineal ojeaba una carpeta, dándome la espalda.
Se le podía adivinar un cuerpo esculpido. Su cabello, tan corto como el grosor de un dedo, era rizado. Y su cuello mostraba un goloso color chocolate que, desgraciadamente, me alteró las hormonas.
Se dio la vuelta. Expresión severa en su rostro. Pero sobre todo, ojos de color miel. Mi debilidad.
—Bien, señorita Barnaby —me miró con superioridad—. Leo en su expediente que fue relevada de azafata a embarque por voluntad propia. ¿Cuál fue la razón?
—No es ningún secreto que estaba embarazada. —Me extrañó que eso no estuviera también en mi expediente. —No quise volver a los vuelos hasta que Ivette no tuvo edad de ir a preescolar. —Me encogí de hombros. —Si puedo elegir...
Pude ver cómo, al comentar mi embarazo, se crispó un poco. Pero al decir el nombre de mi hija, se sorprendió con una cara indescifrable.
—Cuando haya hablado con todos sus compañeros —se golpeó ligeramente el mentón con la uña y sonrió con malicia—, se le asignará un nuevo puesto.
Me acobardé un poco y esperé.
—Disculpe, señor... —pedí.
—Evan Osborne. Soy el director que ha comprado la empresa para la que trabajabas. —Sonrió con picardía al ver mi cara de desconcierto. —¿Qué duda tienes?
Dudé si decirlo o no. Pero sus reacciones me indicaban que iba a preguntarme por ello tarde o temprano.
—No es duda, señor. Antes de que pregunte, le informo de que soy madre soltera. Y por la cara que puso, le diré que oí el nombre en alguna parte hace tanto tiempo que ni me acuerdo. —Creo que me pasé de prepotente.
—Entiendo sus intenciones, señorita Barnaby. —Debió creer que le estaba retando. —Cuando se incorpore, la veré.
Me dirigí a la puerta. Me dio la sensación de haber dejado algún cabo suelto. Y con un pie fuera de la oficina dije:
—Avery Barnaby —recité—. Señor Osborne, mi nombre es Avery Barnaby.
Cerré la puerta tras mi último paso. Seguí caminando con miedo a perder mi trabajo. Mientras llegué a oír que Evan Osborne se levantaba rápido de su mesa... ...tirándola.