Me levanté, preparé el desayuno para Ivette y para mí, y la llevé al colegio. Ese lunes estaba muy nerviosa. Pues sí, tenía razón la niña.
Miré el tarro de las galletas caseras, cogí la bolsa que me había ofrecido Ivette y añadí otras pocas. Me la llevé metida en el bolso.
Llegué a las nueve y media a la oficina. El secretario estaba hablando con el señor Osborne.
—Es una pérdida de tiempo, no quiere verte. —Supuse que era el secretario de Evan Osborne. —Por mucho que hable con ella, no entiende que estoy enamorado. —Creo que eso no debería haberlo escuchado. ¡Ups!
—Señor, la señorita Barnaby vendrá a la cita en menos de media hora. —Sonaron papeles y el pique de un fajo sobre la mesa. —¿No debió hacerse a la idea de llamarla por el nombre completo?
Hubo un golpe en la mesa. Todo me sorprendió: lo que insinuaba el secretario, pero sobre todo el golpe.
—¿Por qué me tiene que sacar de quicio? —Es solo una coincidencia, solo eso. —El secretario puso tono tranquilizador. —Odio que se llamen igual —Evan Osborne alzó algo la voz—, y sé que no debería importar, pero esa mujer me saca de quicio. —Se tomó una pausa. —No me sale llamarla Avery Barnaby, apenas lo digo si no la miro. ¡Es superior a mí!
Demasiada información otra vez. Algo me sonaba de la vez anterior. Está enamorado de otra Avery y le cabrea que yo me llame igual. Vale. Creo que podría lidiar con esa información. Y con alguien como él también podría.
Golpeé ligeramente la puerta. No hacía falta escuchar más de lo necesario.
—Disculpe, señor Osborne, he llegado algo antes. —Me disculpé. —Pase, pase. —Ordenó el secretario. Parecía joven, cabello corto y alborotado de reflejos dorados, con demasiada pulcritud al vestir y piel morena. Parecía un surfista que prefería las oficinas a la playa.
Me senté al pie de la mesa y el señor Osborne se sentó delante.
—Señorita Barnaby, ¿ha pensado la oferta de trabajo? —Sin rodeos. —¿La tiene usted a mano? —Sé que mi tono sonó con más orgullo del que pretendía.
Miró con enfado a su secretario y dijo:
—José, muéstrale el contrato. —Le ordenó.
José se inclinó y me dio una hoja. Una simple hoja.
—¿Puedo llamar a una persona? —Me excusé.
José se sorprendió. Evan Osborne se asqueó un poquito más. Me miró retándome y a continuación me hizo un ademán para que pudiera salir.
Llamé a Ramiro. Le conté lo que había en esa hoja:
—Mismas condiciones que el contrato anterior, Ramiro. —Soné extrañada. —Punto por punto. ¿Es raro o no?
—Bueno, eso solo dice que es exactamente el mismo puesto de trabajo. ¿Es lo que querías saber?
—No hay nada extra, no lo he visto.
—Léelo de nuevo. ¿Qué es lo que temes?
—¡Arg! —Exclamé quizás demasiado alto. —¡Mi instinto me dice que todo cambiará como decida firmar!
—Vale —Ramiro suspiró—, vuélvelo a leer. Si hay algo que no te convence, me llamas y me pones en altavoz, ¿vale?
—¡Vaya abogado laboralista estás hecho! —Pero caí en otra cosa. —¿Cómo sabes que no estoy...?
—Avery, no creo que delante de tu posible jefe hablaras así —Ramiro se rió—. ¿O me equivoco?
Resoplé y entré de nuevo. José me miró con compasión y Evan Osborne mezclaba sorpresa, ofensa y un poco de picardía.
—Léelo. El contrato es para auxiliar de vuelo. —Evan Osborne desprendía confianza sincera. —Solo falta la firma: tu firma.
Sonrió, de una manera que me descolocó hasta las cuerdas vocales. Nunca admitiré que me deshice en aquel momento.
Procuré desconectar de mis hormonas revolucionadas y leí en voz alta el contrato. Al terminar me di cuenta de que era exactamente igual al anterior.
¿De qué me estaba avisando el instinto?
Aún me vieron un poco reticente. José tomó la silla a mi lado y se sentó en ella, tomándose confianza para intentar tranquilizarme. Miró a Evan Osborne.
El jefe respiró hondo con los ojos cerrados mientras decía mi nombre completo y añadió:
—Siempre puedes añadir una cláusula por tu parte que contenga tus exigencias. ¿Te parece bien?
Lo escribí de mi puño y letra. Si me sentía amenazada en algún momento, podría exigir razones. Y si no me convencía, tenía el derecho de irme sin dar explicaciones.
Una manera muy limpia y entendible. Le hice una foto y lo firmé.
Empezaba mi nuevo trabajo, exactamente igual al anterior, cobrando el triple de sueldo y con el respaldo de una cláusula que me protegía. Aunque la hubiera escrito yo.
Me iba a ir, pero me acordé de Ivette. Miré mi bolso con las galletas dentro. ¿Intentar un acuerdo de paz, cuando ni siquiera sabemos si aquello era Guerra Fría? Ya las había llevado, no perdía nada por ofrecerlas.
—He traído algo —dudé— que hicimos mi hija y yo. —Metí la mano en el bolso y lo saqué.
José fue el primero que vio lo que era y se apresuró a tapar mis manos.
—¡Señorita Barnaby, no hace falta que se moleste! —Ocultaba algo.
—Pero... —Miré suplicante.
Evan Osborne me miró con más diversión que superioridad, pero alzó la mano y detuvo a José:
—Deja que se explique, José.
—Mi hija me sugirió que se lo ofreciera como buena voluntad en su nombre. —Saqué las galletas y las mostré.
José se tapó la boca para no reír de la situación. Yo puse mi cara más inocente, encogiéndome de hombros. El señor Osborne también sonreía, pero se había ensombrecido un poco cuando dijo:
—Le puedes dar las gracias a Ivette de mi parte, pero no puedo aceptarlas.
Le miré a la cara. No sé qué cara debí de poner, que se sinceró con algo que no era necesario decir en aquel momento:
—Soy celiaco. Una extraña herencia materna.
Me sorprendió y comenté:
—Ivette también. Por eso las hacemos de maíz y arroz a partes iguales. Así las galletas parecen de trigo sin serlo.
Evan Osborne endulzó su gesto y extendió la mano, pidiendo una. Le di la bolsa a José, que le dio una de las galletas.
—De todas formas —intentó ironizar, pero le salió demasiado tierno—, si mientes, como mucho me dará una indigestión. Porque lo noto enseguida.