El motor de la vieja camioneta se apagó, antes de esa la familia Ekans tuvo un automóvil sacado del concesionario, pero era muy pequeño y solo servía para la ciudad. Entonces, para los terrenos agrestes y complejos, tuvieron que venderlo y adquirir uno más acorde a su necesidad. Lastimosamente, las camionetas son más costas que los autos, el dinero solo alcanzó para un vehículo usado, pues suficiente tenían ya con la ardua labor de pagar el préstamo de vivienda.
Hasta la pusieron en alquiler antes de mudarse, necesitaban la entrada de dinero extra, aunque, no era excesivo, serviría para cubrir los gastos básicos y las cuotas del banco.
La mirada azul claro de la mujer se encontró con la de su hijo, este ojeó el asiento del copiloto y se apresuró en abrir la puerta para auxiliar a su abuela, a quien recordaba menos descolorida.
—Déjame ayudarte, abue.
—Oh, este muchacho sí que ha sido bien criado —lo alabó abierta y franca como era. Puso una de sus piernas fuera de vehículo, escasamente se le veía el zapato, su vestido marrón oscuro era largo.
—Apóyate en mí si lo necesitas, abue.
Dylon no tenía resentimientos hacia su abuela, tal vez se había indignado un poco por tener que mudarse siendo ella la razón; no obstante, viéndola a su edad, tan vulnerable y necesitada de una mano amiga, no tuvo sentimientos de rechazo.
Solía ser blando con los mayores.
—Venga, dejemos el trasero huesudo y desgastado de tu abuela de lado —pidió la anciana y le acunó las mejillas cariñosamente—, déjame verte, sí, sin duda has crecido muy bien, te pareces mucho a tu madre, lastimosamente ella no me salió tan guapa.
—Mamá, te estoy escuchando —discrepó la afectada.
Sacó una pequeña maleta de mano con la que había ido la vieja a la cita médica.
Dylon esbozó una sonrisa, todavía con las manos suaves de su abuela encima de sus lozanas mejillas.
—Si soy guapo es porque me parezco a ti, abue, vi tus fotos de joven, eras un encanto y todavía lo sigues siendo.
La mujer se contentó de escuchar la respuesta, sabía que no podía ser cierto. En sus tiempos mozos estaría de acuerdo, su nieto era tan guapo como ella, pero se había visto en el espejo antes de salir de casa. Las arrugas cada vez más pronunciadas, el cuerpo día a día más delgado, sus párpados más caídos y su cabello, perdiendo el emblemático castaño que la había distinguido como heredera de su familia.
Todos esos bellos regalos de la vida y de la juventud, los estaba perdiendo uno a uno en la vejez.
Fue una fortuna hubiese personas para reemplazarla el día que diese su último aliento.
Daniele salió del prado y se acomodó los zapatos, palmeando sus plantas desnudas se hizo con la atención de los presentes.
—¿Estabas caminando? —preguntó su madre con desconfianza, su hija no le gustaba salir a dar paseos por zonas naturales.
Tenía resentimiento natural hacia los mosquitos y no le gustaban los lugares húmedos y boscosos.
—Mirábamos el jardín.
No explicó más ni relató lo sucedido, no tenía ganas de hablar con su madre, pero tenía que hacerlo, aunque, fuese solo por petición de Dylon.
—Ven aquí, déjame verte —pidió la mayor. Daniele vaciló, pero no pudo negarse, ¿quién podría?
Las abuelas dulces tenían un leve encanto que hacía imposible negarles cosa alguna.
Se había imaginado siendo burda y antipática con la mayor, pero al verla no pudo encontrar animadversión en su interior. No supo si fue porque se veía muy anciana, tal vez era débil ante los ancianos como su hermano y no se había enterado; pero su abuela se veía cansada, supuso que por la enfermedad que padecía al corazón.
Las manos arrugadas y pecosas fueron a su cara para sostenerla delicadamente.
—Te has puesto más preciosa cada día, si tu cabello fuese como el de la familia, serías la más hermosa de todas.
—Mamá.
La queja de Carol no tardó en alcanzar a la señora a la anciana de cabello prolijamente recogido.
—Déjala, la abuela siempre ha dicho que me luciría mejor otro color.
Daniele era rubia, la única rubia de su familia si debía decirlo. Era parecida a Dylon en todo, desde su tono de piel hasta el color de sus ojos, tenían el mismo lunar cerca del ombligo y sus uñas se parecían bastante, aunque, en versiones diferentes. Eran mellizos, normalmente se compartían casi todos los rasgos, pero la única diferencia en ella era su cabellera, rubia de nacimiento.
—Es porque es cierto —afirmó la anciana, sin ceder un milímetro en su opinión—, te verías más bella con el castaño.
—Los castaños somos los mejores. —Dylon echó gasolina a la llamarada.
A veces, destilaba el veneno sin querer.
—Eso es cierto.
—Supongo que yo soy la oveja negra de la familia —enunció Daniele, a su vez, la anciana la liberaba para agarrar su bastón de la camioneta.
—Boberías, solo serías más guapa con el cabello castaño —decretó Miranda, apoyándose en el bastón con confianza—, pero eres preciosa, cariño, estoy segura de que los hombres estarán como abejitas detrás de ti, serás la flor más hermosa de esta aburrida comunidad.