Tiempo de Gorgonas

Capítulo 15. Indicaciones torcidas.

El deseo de la mayoría de los niños es tener una mascota, preferiblemente peluda y encantadora, la cual con solo acariciar puedas sentir un gusto en las puntas de tus dedos. Dylon fue uno de esos niños, de los que anheló tener un cachorro de mascota. Soñó con pasearlo en el parque y correr sobre el prado, su sueño se quedó en eso, solo un sueño. Su madre se negó a adoptar un perro, porque hubiese sido una boca más que alimentar.

A pesar de su insistencia, Carol no cambió de idea, entonces Dylon experimentó frustración y enojo por primera vez en su niñez, no solo hacia su madre, también hacia los perros, si estos no hubiesen dado tantísimo trabajo, él hubiese podido tener uno. Aquel deseo se marchitó con el tiempo y mirar a ese horripilante ser cánido le asesinó cualquier vestigio de tener un cachorro que pudiese todavía rondar en su alma.

No solo era horrendo, olía mal, su baba era tan viscosa y desagradable como el aceite de motor, su apariencia huesuda, casi demoniaca. La bilis se le subió a la garganta, quemando la tráquea a su paso, todo porque en el lomo del animal pudo percibir un par de huesos expuestos y de estos, gusanos blanquecinos retorciéndose incómodos cayeron encima de las piedrecillas que rodeaban el pozo.

Les enseñó sus amarillos dientes y colmillos, rezongó bajo como advertencia, su mirada brillante observó a sus presas. Las fosas nasales se le ensancharon y tragó aire, se dio cuenta fácilmente una de las presas poseía un aroma virginal y no, no estaba relacionado con la castidad física, eran sus dones, maduros como un jugoso durazno, pero sin darles la primera mordida.

Era toda una grosería de primera.

Predijo aquella era la carne más suculenta, su lengua se deleitaría con la sangre de un novicio y su cuerpo desnutrido obtendría el poder suficiente para evolucionar, para engrosar sus huesos y por fin, ser el partícipe de una jauría, crearía su propia manada y la pondría al servicio de su amo.

De su creador.

El perro agitó sus ojeras, enterró sus garras curvas en la tierra y pasó del uno al otro, escogiendo a cuál acabar primero, se decidió por el más robusto, a diferencia del poder virgen, ese tenía sus poderes despiertos.

—Citadino. —Derán, quien estaba en cuclillas, rebuscando una cosa en su bota militar, le miró de soslayo—. Cuando te dé la señal, corre.

—¿Correr? —replicó, su tono más tembloroso que el usado por su semejante.

—Haz lo que te digo, no querrás ser la mierda de un devastador mañana en la noche.

¿Devastador?

Dylon no preguntó, sí, se moría de ganas por preguntar, pero definitivamente no lo estaba haciendo, porque de todo corazón, esa cosa se veía más intimidante de cerca que de lejos. Además, el hediondo olor le aquejaba las tripas, acabaría por vomitar tarde o temprano.

—¿A dónde corro?

—Hacia el bosque, cuando encuentres la carretera, pasa el letrero del pueblo, estarás a salvo.

La promesa de Derán no se oía nada fiable.

—¿A salvo? Mira esa cosa, no hay posibilidades de estar a salvo.

Dylon se negaba a creerle, quizás querría que esa cosa se lo comiera para acabar con él, bien claro había dejado que los citadinos no eran sus favoritos. Dicha idea solo le heló la sangre.

—No es momento de niñerías, haz lo que te digo sin rechistar.

Derán introdujo sus dedos en la bota y de la improvisto sacó un pequeño bastón de metal retráctil. Dylon había visto un par de los guardias de seguridad en los centros comerciales; pero pudo jurar que el de Derán tenía unas letras brillantes que lo recorrían y hasta se movían.

—¡A correr!

Derán saltó hacia adelante y golpeó al perro en el hocico con el bastón, este chilló y fue la única señal que Dylon necesitó para gatear unos metros escasos, después se irguió y empezó correr en sentido contrario en donde estaba la fogata. Sería un maldito si guiaba a esa cosa a por las personas que le habían dado una buena bienvenida, aunque, Candace podía irse un poco al infierno, de no haberle derramado el chocolate él no estaría en semejante aprieto.

Su pie se resbaló y trastabilló, pero se obligó a sí mismo a mantener el equilibrio sin importar la situación, sí, eso solo sonaba bonito de dientes para afuera, porque en su interior una tormenta llamada terror se había esparcido más rápido que el fuego en un pajal seco.

Sus piernas largas y fuertes soportaron correr colina abajo, se tropezó varias veces y recibió bofetadas de ramilletes bajos, su boca casi se traga un par de arañas y de la nada, uno de sus pies pisó un montículo recubierto de musgo, se fue de culo y aterrizó encima de un charco. Su pantalón e interiores se empaparon por completo, el frío solo le encogió las pelotas y aplastó la poca dignidad que le quedaba.

Eso podía esperar, la dignidad no servía de nada si se convertía en festín de perro rabioso.

Se levantó de nuevo. Pasó entre los árboles y las malezas, poco a poco se fueron haciendo menos espesos, mas, no había señal de civilización por lado alguno, sus pulmones comenzaron a quemar, su estómago tan tenso como una roca y sus piernas ardiendo, las pantorrillas estaban acalambradas y su aliento se le escapaba bruscamente.

Se resbaló de nuevo y cayó de costado, sus pulmones se quejaron y su piel también.



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Editado: 21.11.2024

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