Pasearse por los pasillos de la base de los Centineles era como estar en una película de ciencia ficción que de repente, cambiaba a un documental sobre las grandes catacumbas de algún rincón del mundo.
No había decoraciones en las paredes, ni un mínimo cuadrito. Solo luces con sensores de movimiento en el techo y en el piso, cerca de las paredes. Las puertas se mezclaban, algunas metálicas automáticas con su respectivo sistema de reconocimiento facial y otras, más grandes e intimidantes, de madera con algunos símbolos medio aterradores pintados alrededor.
No tenían cerrojos, lo que las hacía de lo más inquietantes.
—¿Nos monitorean? —preguntó Dylon. Su corazón de repente brincó, esperaba que no hubiese cámaras en la azotea.
—Hay cámaras por todos lados, incluso en los baños, pero no lo digas, algunos son sensibles —le confió Alaster con un tono bajito.
—Son a blanco y negro, no te preocupes —comentó Derán y le sonrió, descarado como de costumbre—. No saldremos en una página de cámaras espías ni nada de eso, pero si lo hacemos, espero que me paguen por ello. Derechos de autor, ya sabes.
—Eh.
El Centinel se rio más alto y más claro. Dylon rodó la mirada y mantuvo las manos dentro de su cazadora. Las puntas de las orejas de Dylon se tibiaron, pero no se quejó más. Derán aprovecharía para fastidiarlo después, así de terrible era su personalidad.
—Aquí es el laboratorio —canturreó Alaster. Su frente se arrugó—. No es una escena muy linda de ver.
Oprimió un botón y las puertas se abrieron. Un hombre con bata gris iba saliendo, al encontrarse con Alaster no pudo evitar su resoplo. Dylon estrechó los párpados. Estaba seguro de que no era su idea, pero todos parecían mirar a Alaster como una molestia.
—Croow, hijo, deberías de estar en casa —le espetó.
—No soy su hijo y puedo ir donde yo quiera —respondió Alaster con una gesticulación exagerada.
Podía ser que Alaster tampoco fuese la cosa más comible de la cafetería.
—En el pueblo sí, aquí definitivamente no —la réplica del hombre fue igual que un latigazo.
—Está bien, Michael, él viene con nosotros. —Derán entró en escena y el rostro del nombrado sufrió un cambio luminoso.
—Derán, qué bueno verte. —Le puso la palma en el hombro—. Estaba seguro de que no vendrías hasta pasado mañana, es una lástima que ya me vaya, no he pegado ojo.
Su afirmación sonaba real, pero sus ojeras eran el recordatorio franco de que, no tenía la mejor cara de todas. Piel pálida, ojeras de mapache apaleado y barba incipiente de varios días. Sin duda alguna, el pobre necesitaba una ducha, una cama y un estilista.
Eso último podía sobrar, pero Dylon no lo creía del todo.
La mirada cansina del mayor se posó en él. Las cejas se crisparon y estiró su mano. Dylon la tomó, no pretendía ser grosero. Su plan fue estrecharla, pero el hombre le miró los dedos.
—Vaya, qué bueno —masculló alegre—. Sí, sí, definitivamente bueno.
—¿Qué se supone que hace? —preguntó a Derán a su lado.
El Centinel cerró los dedos en la muñeca de Dylon y de un tirón lo liberó.
—Nadie aprecia ser manoseado de esta manera, Michael, qué asco, eres un viejo sucio y verde. —Las pullas volaron como dardos y el mayor casi se tuvo que sostener el pecho.
—No soy nada de eso —le chilló como una rata herida—. Sus dedos son de un largo perfecto para la brujería. Si mira las falanges y el tamaño de las uñas, se puede decir…
El cerebro de Dylon se desconectó cuando empezó a parlotear sobre los huesos y las teorías mágicas que tenía al respecto. Solo la voz de Derán lo reconectó.
—Sí, sí, Michael, de buena fuente puedo decirte que sus dedos son buenos para muchas cosas —le espetó ronco—. Ahora vete a dormir, te huele la boca.
El hombre se cubrió los labios con ambas manos, mientras tanto, Dylon tuvo que esconder sus ojos bien abiertos. No había esperado tal comentario de doble sentido, parecía que Derán estaba castigándolo por su mal comportamiento.
—Adiós, Michael. —Derán levantó su mano como despedida e instó a que lo siguieran dentro del laboratorio.
La risita desdeñosa de Alister no fue ignorada por Dylon.
—¿Qué es tan gracioso? —No podía evitar hablar bajito, no desde que fue consciente de las cámaras de seguridad.
—Deri Deri es una perra cuando quiere —le respondió con un tonito de compinchería.
El tema murió allí. El alto techo con formas ovaladas fue lo primero que pudo ver. Había dibujos de constelaciones y planetas, tuvo que dar una vuelta sobre sí mismo para mirar lo mejor que podía. El asombro no acabó.
Delante de él se extendía una moderna mezcla de antigüedad y modernidad. Un laboratorio dentro de un antiguo salón. Mesas dispuestas en distintos lugares, algunas de madera y otras de acero. Estanterías con envases de diversos tamaños y con extraños contenidos, así como, una cantidad de pantallas en una pared.
El estómago se le apretó. Qué lugar más fascinante, qué increíble que hubiese mesas donde las aguas de colores flotaban y dos científicos las estudiaban. Por otro lado, había una esquina más asquerosa donde estaban disecando a una criatura pequeña con seis bracitos.