La joven camina deprisa por los abandonados lares de Puerto Sur. Anda sola, envuelta en un pesado abrigo rojo de lana. Ha sustituido sus altos tacones por un par de vans blancas y tiembla por el frío en medio de la noche oscura. El sonido de sus pasos despierta ecos antiguos en las viejas construcciones del lugar, susurros de otro tiempo la envuelven como un manto y sólo el murmullo de su aliento la mantiene segura del lugar al que se dirige.
Muchos habrían temido por ella que, sin compañía, se aventura en uno de los peores barrios que jamás ha existido, sin ayuda, sin señal telefónica, sin protección. Pero la joven no teme ese hecho; sabe, a diferencia del resto del mundo, que nadie entra a ese lugar, ni siquiera los peores hombres de “El Cazador”. E incluso si hubiese alguien merodeando la zona, ella ya no era esa chiquilla asustadiza incapaz de defenderse pues ha aprendido del pasado y sabe que aquello no volverá a repetirse.
Para fortuna de cualquier victimario, la joven llega sin contratiempos a su destino: un almacén abandonado y olvidado por el tiempo. La maleza crece sobre sus vigas de madera, envuelve las paredes y reclama centímetro a centímetro lo que alguna vez fue del hombre.
La mujer empuja el roído portón, el cual se encuentra abierto. Ella suspira aliviada. Se adentra en una negrura más oscura que el exterior, y camina casi a ciegas por la zona. No hay ninguna luz que alumbre su camino, pero la chica recuerda el lugar con perfección, sabe dónde está cada minúscula piedra y recuerda la posición de cada hierba.
Así que se dirige al centro de la estancia, pisando hojas secas y el lodo que se ha formado con el agua que se cuela por el techo y el polvo que envuelve cada objeto del almacén. Apura el paso cuando escucha los chillidos de una rata y, cuando siente la extraña protuberancia en la suela del zapato, se agacha y tira de la cuerda con todas sus fuerzas. La pequeña escotilla se abre, escupiendo un poco de luz de su interior. La mujer baja las escaleras y cierra la puertecilla sobre ella, encerrando la luz de nuevo y dejando el almacén de nuevo a oscuras.
La joven, aún con la cuerda en la mano, enreda la punta de esta en un tornillo de la pared, sellando así el acceso por fuera para que nadie irrumpa en la estancia. Ella da la vuelta y sigue el corredor bajo el suelo, iluminado con un viejo sistema de luces LED. Algunos focos tintinean, otros ni siquiera funcionan y hay tramos en los que regresa a la negrura. Finalmente, después de un largo sendero, llega al final del pasillo, donde una puerta aparentemente de madera cierra el paso. La puerta es vieja, podrida en algunas zonas y con gusanos viviendo entre sus huecos. La humedad que penetra en la tierra ha hecho de las suyas con la madera, y algunas colonias de hongos crecen en el suelo. La joven traga saliva, asqueada, pero por fin toca la puerta.
Unos segundos después, un sonoro golpe del otro lado le da la bienvenida. La mujer frunce el ceño y susurra molesta.
-¿Es enserio?
La barrera de madera se abre, y un hombre de cabello negro y rasgos orientales la recibe con una sonrisa.
-¿Qué hay, Danielle?
La joven lo empuja al entrar. Escucha su risa al cerrar la puerta. Danielle recorre la estancia con la mirada, buscándolo. Muy a diferencia del exterior, el lugar está en excelentes condiciones. Es una especie de búnker: cuatro metros de alto, veinte de largo y quince de ancho. Está decorado con distintos aparatos de entretenimiento, una cocina pequeña, un cuarto de baño y un par de literas. Claramente no está capacitado para ser un búnker como el resto, más bien es La Guarida de un par de niños mimados.
Su mirada por fin encuentra sus ojos, claros como el agua y brillantes como un día soleado. Se acerca a él sin saludar al resto, aprenciando sus ojos y su bella sonrisa que se ha formado en cuanto la vió. Danielle envuelve sus brazos tras su cuello y lo besa con tanto sentimiento y tanta fuerza que Elliot apenas logra corresponderle. Enreda sus cabellos entre sus dedos, acaricia su piel y pega su cuerpo contra el contrario, sintiendo las manos de él en su espalda.
-Que bueno verte, Danielle- saluda alguien tras ellas.
-Si, estamos súper bien, gracias por preguntar- añade otra voz.
La joven despega sus labios de Elliot, algo avergonzada, y se da la vuelta. Encuentra a Maureen riéndose sentada en el sillón, a Fabien hurgando en el pequeño refrigerador, a Skllyler parado frente suyo, con los brazos cruzados y una sonrisa juguetona en el rostro, y a Hide con el rostro colorado y apartando la vista.
-Hola chicos- responde Danielle, sin apartarse de Elliot.
-Si que le traes ganas, ¿eh?- incita Skllyler, obviamente burlándose de ella.
-Déjala en paz- interviene Hide, acercándose al sillón con Maureen.- No se han visto en un largo rato.
-Una semana no es un largo rato- dice Fabien, acercándose con algunas bebidas y bolsas de frituras.
-Oye, ¿estás a mi favor o estás en contra?- pregunta Elliot, bromeando.
Los chicos se ríen y poco a poco se acercan al sillón. Skllyler y Hide acercan algunas sillas, Danielle se retira el pesado abrigo, Fabien y Maureen acomodan la botana y Elliot reune las libretas, los planos y las plumas.
-Muy bien, estamos listos- dice Skllyler.
Mientras Maureen y Hide se sientan en el sillón, Skllyler se acomoda en el reposabrazo del lado de la chica y el resto se sientan en las sillas. De pronto, la estancia adquiere un halo tenso y peligroso, como si fuera consciente de la charla que tendrá lugar.
-¿Cuál es la situación?- pregunta Fabien.
-Henry Rocher murió envenenado con cianuro- responde Skllyler.- La hija del senador está desaparecida, aunque su familia aún no levanta un acta. La estación de policía recibió el paquete, ya tienen resuelto el primer acertijo, pero el otro no. La familia Betancourt aún hará su fiesta de caridad y parece que todo está yendo de acuerdo a la información que tenemos.