Bernabé era un pueblo escondido entre las ondulaciones de los Andes ecuatorianos, resguardado por montañas que lo mantenían aislado del bullicio exterior. Rara vez figuraba en los mapas, y quienes llegaban hasta él lo hacían por equivocación o por necesidad. La vida ahí se deslizaba sin sobresaltos, con un ritmo lento que no admitía urgencias. Las mañanas avanzaban con paso perezoso, entre gallinas que tomaban las veredas como propias, y las tardes se disolvían entre ecos de conversaciones suaves y campanadas que marcaban el paso del día desde lo alto de la iglesia central.
Las casas, modestas y encaladas, llevaban impregnado el olor del tiempo; cada calle, su silencio característico. Los saludos eran breves, casi automáticos; las despedidas, extensas y llenas de repeticiones. En Bernabé no se corría. No se exigía. Las horas parecían más largas que en cualquier otro sitio.
Fue justo en ese escenario donde apareció Rita, en una mañana turbia, con el cielo cubierto de nubes inmóviles que oscurecían el ánimo. Su escoba, cuidadosamente oculta en un doble fondo de la maleta, crujía sutilmente al contacto con el empedrado. Llevaba puesto un suéter gris sin gracia, el cabello recogido sin intención estética y una expresión neutral, casi transparente. Había aprendido a desaparecer a plena vista. En lugares tranquilos y observadores, el verdadero arte estaba en no despertar sospechas. Y Rita lo dominaba.
Pasaron años desde aquella llegada silenciosa. Rita se convirtió en parte del paisaje, como el banco de la plaza que nadie usa pero todos respetan. Con el tiempo, aprendió a evitar preguntas sin parecer esquiva, a estar presente sin destacar. Nadie en Bernabé sospechó nunca que la mujer que servía café en la casa de Victoria o amasaba pan con Elvira era, en realidad, una bruja. Nadie, excepto Clara. Ella lo supo casi desde el principio, aunque nunca lo dijo en voz alta. Le bastó una mirada, una intuición vieja que venía desde no se sabía dónde. Pero en vez de denunciarla, decidió cuidarla. Tal vez porque, en el fondo, sabía que no todas las brujas eran malas.
Y Rita, por primera vez en mucho tiempo, encontró una forma de estar sin ser medida, de existir sin tener que esconderse completamente.
Fue durante uno de esos domingos templados y sin apuro, que Rita conoció a Javier. Ella venía saliendo de casa de Elvira con una canasta de pan recién horneado y él afinaba una guitarra bajo la sombra de un guayabo, en el jardín de al lado. Las casas de Elvira y Germán —los abuelos de Javier— estaban justo frente a la de Victoria y Tomás, una vecindad que facilitaba encuentros imprevistos. El primer cruce de palabras no tuvo fuegos artificiales, ni música de fondo. Fue torpe, casi cómico: Rita tropezó, y el pan voló por los aires. Javier atrapó dos piezas con una sola mano y, riendo, le dijo:
—¿Es parte del reparto a domicilio?
—No, pero si las quieres, ya están en el suelo.
—Perfecto, así no tengo que pagar.
Javier y Rita.
Aquel encuentro casual se volvió costumbre. Rita comenzó a pasar más seguido por la casa de Germán y Elvira, con pretextos cada vez más elaborados: que si un encargo para Victoria, que si una consulta sobre una receta, que si Clara la mandaba a revisar si el gallo había cantado a tiempo. Pero la verdad era otra. Le gustaba escuchar a Javier practicar en el porche, cantar melodías que aún no tenían letra o recitar versos que componía en voz baja.
Javier, por su parte, se enamoró de su silencio. De la forma en que Rita parecía pensar antes de hablar, de su sentido del humor sutil, de esa manera de desaparecer de una escena sin hacer ruido, pero dejando una estela. Y, aunque no entendía por qué a veces ella parecía tener los ojos tristes, decidió no presionar. Solo estar.
Una tarde, mientras compartían un café en la plaza central del pueblo, justo frente al quiosco donde tocaban boleros los domingos, Javier lo dijo:
—Rita... yo no sé si tú creas en estas cosas, pero desde que te vi sentí que eras parte de una canción que aún no escribo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Es especial. Porque quiero escribirla, contigo.
Ella no respondió enseguida. Lo miró con una mezcla de susto y ternura, como si no supiera cómo se abría una puerta que siempre había estado cerrada.
—Entonces... escribámosla —dijo finalmente.
Desde ese día, Rita y Javier se convirtieron en la pareja que todos en Bernabé adoraban ver pasar. Lo suyo no fue una explosión, sino una chispa persistente que se encendía con cada cruce de miradas, cada conversación improvisada, cada canción que él tocaba para ella sin admitirlo del todo. Su relación creció como crecen las cosas mágicas: sin ruido, pero con encanto. Javier solía decir que Rita tenía el poder de hacer que hasta el pan del desayuno supiera distinto. Ella se reía, pero en el fondo sabía que él tenía razón.
Los vecinos comenzaron a hablar de ellos con una ternura inusual, y hasta Clara —que raramente aprobaba nada sin agregarle un comentario— se declaraba oficialmente "fan del amor de ellos dos". Había algo en esa pareja que alegraba el aire del pueblo, como si su cariño suavizara hasta los días más pesados.
Y aunque Rita nunca confesó la verdad sobre quién era en realidad, en presencia de Javier sentía que no necesitaba hacerlo. Él la miraba de una forma que hacía desaparecer sus miedos. Y aunque no lo supiera, ese amor —ligero, luminoso, honesto— era el hechizo más poderoso que Rita había conocido jamás.
Clara.
Clara era un torbellino con nombre propio. Decía que no era chismosa, sino comunicativa, aunque nadie en Bernabé terminaba de creérselo del todo. Tenía la capacidad —y el talento— de saberlo todo antes que el resto, incluso antes de que ocurriera. Y sin embargo, guardaba el secreto más grande del pueblo como si le fuera la vida en ello: que su mejor amiga, Rita, era una bruja.
Se enteró de pura casualidad, una tarde en la cocina, cuando escuchó a Rita murmurar palabras incomprensibles frente a una taza de té. De pronto, la cuchara comenzó a girar sola. Clara soltó el grito más agudo que se haya oído en Bernabé y se subió a una silla como si hubiera visto un ratón, una víbora y un fantasma, todo al mismo tiempo.