Tiempos Nuevos

II. OTRA BRUJA ENTRE NOSOTROS

Clotilde no lloró la muerte de su madre. No lo hizo cuando el cuerpo de Matilde quedó inerte sobre la piedra, ni cuando los últimos ecos del duelo mágico se desvanecieron en la caverna húmeda. Tenía los ojos secos y la respiración estable. Sabía que aquello no era una tragedia, sino un paso. El primero de muchos.

Desde niña, Clotilde había sido distinta. No en comparación con Rita, sino por su propia naturaleza. Había nacido con una energía contenida, poderosa y precisa. Mientras su hermana se acercaba al mundo con curiosidad abierta, Clotilde lo analizaba con cálculo, como si cada cosa tuviera un lugar en un tablero invisible. Aprendía sin esfuerzo, dominaba hechizos complejos y encontraba placer en la sensación de tener el control. El poder le hablaba, y ella respondía.

Cuando Matilde les confesó su herencia, Clotilde no sintió temor ni incertidumbre. Lo recibió como una confirmación de lo que siempre había intuido. Ser bruja no era un castigo ni un accidente del destino. Era una afirmación. Un camino que tenía la intención de dominar. La muerte de su madre, aunque brutal, fue asumida como una etapa cumplida. Un obstáculo superado. Ahora quedaba la siguiente pieza en su historia: Rita.

La huida de su hermana no despertó odio. Fue otra decepción. Una decisión débil. ¿Quién rehuía de su origen? ¿Quién renunciaba a su naturaleza para vivir entre humanos sin propósito?

Clotilde comenzó a buscarla. Con método, con paciencia, con toda la precisión que su magia le ofrecía. Realizó hechizos de rastreo, consultó textos ocultos, interrogó seres del bosque, leyó señales en el viento. Cada hallazgo era una confirmación: Rita seguía con vida. Respiraba. Esa certeza le impulsaba a continuar.

Pasaron años. Clotilde no se detenía. Recorrió pueblos, se infiltró en aldeas, consultó grimorios antiguos. Su magia creció. Su ambición también. Hasta que un día, mientras dormía sobre un colchón de raíces, soñó con una palabra que no recordaba haber escuchado antes: Bernabé.

No lo encontró en los mapas normales. Tuvo que buscar entre pergaminos, preguntar a espíritus de paso, cruzar caminos que no figuraban en la geografía humana. Bernabé estaba oculto entre montañas, protegido por nieblas persistentes, casi como si el mismo pueblo se negara a ser descubierto. Para Clotilde, aquello fue señal suficiente: debía ir allí.

Llegó a Bernabé sin hacer ruido. No lanzó hechizos de bienvenida ni se transformó en cuervos. Llegó caminando, con botas de cuero gastado y mirada afilada. Sabía que Rita no se ocultaría a la vista de todos. Las brujas suelen preferir los bordes, los espacios silenciosos. Así que empezó por explorar los alrededores. Los lagos. Las cavernas. Las montañas que rodeaban Bernabé como una corona irregular.

Pero Rita no estaba donde Clotilde escarbaba. Porque Rita —astuta, práctica y sorprendentemente valiente— había elegido el escondite menos esperado: el corazón del pueblo. Entre la gente. Camuflada en lo cotidiano. En saludos, pan caliente y rutinas diarias.

Clotilde, sin saberlo, había llegado más cerca que nunca. Mientras ella observaba desde los márgenes, Rita servía café en una casa vecina. Mientras Clotilde buscaba señales en las sombras, la bruja buena cruzaba la plaza todos los días, disfrazada de normalidad.

Y así comenzó un juego silencioso. Dos hermanas, dos brujas, una al alcance de la otra sin sospecharlo. Por ahora.

Sandra

Sandra conoció a Rita mucho antes de que supiera lo que realmente era. Se cruzaron una tarde cualquiera, en una de esas visitas cruzadas entre vecinas donde nadie lleva reloj y las conversaciones se alargan entre tazas de té y pan dulce. Sandra se acercó primero por curiosidad —porque en Bernabé siempre se sabe cuando alguien es "de fuera"— pero pronto descubrió algo en Rita que la intrigó. No era exactamente simpatía inmediata, sino una especie de fascinación torpe. Como quien intuye que hay algo importante frente a sí, pero aún no lo entiende del todo.

Fue Clara quien, años después, terminó revelando lo que Sandra ya sospechaba desde hacía tiempo, pero que no se atrevía ni a decirse a sí misma: Rita era rara. Pero no rara de peinarse con raya al medio y leer libros raros. Rara de verdad. Bruja rara.

Todo ocurrió un día en la cocina de Victoria, mientras pelaban papas para un estofado que jamás terminó de hacerse porque Clara no aguantó más y soltó:

—Sandra, ¿tú nunca has notado que Rita tiene algo... mágico?

—¿Mágico tipo aura brillante o tipo que hace flotar las cucharas? —preguntó Sandra, medio en serio, medio con la cuchara en la mano.

—Tipo cucharas que se mueven solas, tipo tés que cambian de sabor sin cambiar de taza, tipo... ¡bruja, Sandra! ¡Rita es una bruja!

Sandra se quedó en silencio un segundo. Luego, sin pestañear, soltó:

—Ah, bueno, con razón la vez que me resfrié me curó con un té que olía a orégano y sabía a limonada. Pensé que era farmacéutica.

Rita entró en ese momento. Los brazos cruzados. Una ceja en alto. Ya lo sabia todo.

—¿Y bien? —dijo con una ceja levantada.

—Clara me dijo lo tuyo —soltó Sandra, sin rodeos.

—¿Lo mío?

—Sí. Que eres... ya sabes.

—¿La que hace los mejores estofados del pueblo?

—Bruja, Rita. No te hagas.

Rita suspiró. Caminó hasta la mesa. Se sentó. Las miró a ambas.

—Sí. Soy bruja. Pero no del tipo de verruga en la nariz. Del tipo buena. Del tipo que no convierte a nadie en sapo... a menos que me interrumpan cuando estoy leyendo.

Hubo un silencio. Y luego, Clara aplaudió.

—¡Lo sabía! ¡Tenía que saberlo! ¿Y tú qué dices, Sandra?

Sandra sonrió.

—Digo que me alegra saberlo oficialmente. Igual no pensaba contárselo a nadie. Al menos no antes de que termines de enseñarme a hacer ese té mágico.

Y así, entre papas sin pelar, cucharas inquietas y una promesa de silencio, nació una alianza tan torpe como poderosa. Una bruja, una cronista sin frenos y una despistada con talento para el disimulo. El trío más improbable de Bernabé. Y, sin embargo, también el más fiel.




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