La casa de los Chiriboga despertaba cada día con su propio ritmo suave. Aquella mañana, el aire tenía una ligereza particular, como si todo se hubiera alineado para un comienzo tranquilo. Rita caminaba por el pasillo con una bandeja entre manos cuando la voz de Victoria la alcanzó desde el otro lado del salón.
—Rita, ¿podrías traerme una pastilla para el dolor de cabeza? Y un vaso de agua, por favor —dijo Victoria, sin levantar demasiado la voz.
—Claro, Victoria. Enseguida —respondió Rita, con su tono suave y controlado, antes de desaparecer rumbo a la cocina.
Clara ya estaba allí, quitándose el delantal con aire distraído.
—¿Dormiste bien? —preguntó con una sonrisa algo traviesa.
—Lo justo —contestó Rita, sin dejar de abrir el botiquín—. ¿Tú?
—Yo... digamos que tuve una madrugada interesante. Vi a Ricardo entrar a las cuatro de la mañana. Solo. Y con un olor a aguardiente que te lo juro... ni las flores lo tapaban.
—¿Tan tarde llegó?
—Más bien temprano. Y no me digas que soy chismosa, que esta vez fue pura observación científica. Estaba aquí tomando un té y me dio curiosidad. Además, lo raro es que se fue con Benjamín y regresó solo. Hasta ahora no se si Benjamín volvió o no.
—Clara... —suspiró Rita, divertida—. Algún día esa curiosidad tuya va a meternos en líos.
—Pues hablando de líos —bajó la voz como quien revela una profecía—, andan diciendo en el pueblo que han visto cosas raras... que si una sombra que cruza el camino viejo, que si un murmullo en la quebrada. Otra vez con ese rumor de que hay una bruja escondida cerca.
—¿Otra vez con eso? Clara... soy yo —dijo Rita, con media sonrisa.
—Ya lo sé —respondió Clara, más en serio—. Pero no todos entienden que haya brujas buenas. Además, los comentarios del pueblo no son por ti... hablan de otra presencia. Algo que no reconocen, pero sienten.
Rita la miró unos segundos, sin perder la calma, y asintió. Salió con la pastilla en mano, pero con una inquietud nueva latiendo bajo la piel.
Del otro lado del pueblo, la atmósfera era menos doméstica y mucho más tensa. Sandra intentaba no mirar directamente a Clotilde mientras removía su taza de café frío. La bruja la observaba como si cada gesto fuera parte de un acertijo.
—Sandra, voy a ser directa. Necesito saber dónde está Rita.
Sandra fingió sorpresa.
—Pensé que seguías en eso. Pero ¿de verdad piensas que está aquí?
—Sé que está muy cerca. Y vine a terminar lo que empecé con mi madre en esa caverna —respondió Clotilde, sin pestañear—. Porque así lo dicta nuestra tradición: la magia no puede dividirse. Debe consolidarse en una sola línea, en una sola herencia. Y esa herencia me corresponde. Al absorber el poder de Rita, como se ha hecho desde siempre, el ciclo se completa. Esa es la historia de las brujas que se respetan a sí mismas.
—¿Eso qué significa exactamente?
—Significa que su poder me pertenece. Que no puede ocultarse para siempre. Y que si tú sabes algo, más te vale decírmelo.
Sandra tragó saliva, tratando de no parecer temblorosa.
—Estoy intentando ayudarte... pero necesitas darme tiempo. Rita no es fácil de encontrar.
Clotilde se levantó con lentitud. Su sombra pareció alargarse unos segundos más que su cuerpo.
—No me hagas perder el mío. La paciencia no es una virtud que practique con frecuencia.
Y con eso, se fue. Sandra se quedó sola, escuchando el eco de sus propios pensamientos. Sabía que el margen de error se acortaba.
En casa de Germán y Elvira, el ambiente era más cálido. Elvira abrió la puerta con una sonrisa al ver a Rita.
—¡Qué gusto verte! Pensé que ya no nos querías.
—Nunca dejaría de venir. Solo he estado con mucho trabajo —respondió Rita, entrando.
—¿Quién viene? —gritó Germán desde la cocina.
—Soy yo, Rita —respondió ella, mientras saludaba con un abrazo a Elvira.
Germán apareció con una taza de café en la mano y una sonrisa medio escondida.
—Justo estábamos hablando de Javier. Ese nieto tuyo, Elvira, nos tiene inspirados últimamente.
—¿Ah sí? —preguntó Rita, sonriendo sin poder evitarlo.
—Elvira dice que escribe canciones pensando en ti —añadió Germán, con una ceja alzada—. Y yo no sé si es verdad, pero por cómo se le ilumina la cara cuando te ve...
—¡Germán! —lo interrumpió Elvira, riendo—. No la hagas sonrojar.
—Bueno, si no lo digo yo, lo va a decir todo el pueblo pronto —respondió él, encogiéndose de hombros.
Justo en ese momento, Clara apareció desde atrás como un relámpago.
—¡No cierren la puerta! —gritó justo antes de golpearse con el marco.
—¡Ay, Clara! ¿Estás bien?
—Todo bien. A estas alturas, soy inmune —respondió sobándose la frente—. Vine solo a decirles que Sandra te está buscando, Rita. Está al frente, en casa de los Chiriboga, preguntando por ti desde hace rato.
Rita asintió con calma, pero en su interior, algo la inquietaba. Esa visita ya no se sentía como una simple casualidad, sino como la antesala de algo más serio. Ya era hora de enfrentarse a la verdad que estaba cada vez más cerca.
Bernabé seguía latiendo como siempre. Pero ahora, bajo la superficie, el murmullo era distinto. Algo se estaba gestando. Algo antiguo. Algo inevitable.
Las brujas no vuelan. No siempre. A veces caminan entre la gente. A veces sirven café. A veces se ríen bajito.
Y otras, simplemente esperan el momento exacto para defender lo que es suyo.
En la casa de los Chiriboga, mientras Rita regresaba, Clara ya había encontrado otro blanco para su atención. Esta vez era Ricardo, que bajaba las escaleras arrastrando los pies, con gafas oscuras, camiseta arrugada y el rostro de alguien que preferiría estar en cualquier otro lugar.
—Buenos días, celebridad nocturna —comentó Clara mientras servía pan caliente en la mesa.
—¿Celebridad? Más bien superviviente —murmuró Ricardo, masajeándose las sienes.