Tiempos Nuevos

IV. EL EQUILIBRIO DE LAS BRUJAS

El sol apenas comenzaba a asomarse por detrás de las montañas cuando Rita salió de su casa, con el abrigo liviano y la mirada fija en el horizonte. Era un nuevo día en Bernabé, pero no uno cualquiera. La brisa fresca traía consigo un murmullo diferente, como si los árboles quisieran decirle algo y las piedras recordaran secretos antiguos.

A esa hora, el pueblo aún bostezaba. Las primeras ventanas se abrían, el pan recién horneado dejaba su aroma en el aire, y el sonido de una escoba barriendo el portal de una tienda se mezclaba con el canto de los gallos. Todo parecía normal, casi tranquilo. Pero en el pecho de Rita latía algo que no coincidía con esa paz aparente. Algo se acercaba.

Decidió ir a visitar a Germán, uno de los vecinos más antiguos de Bernabé, un hombre que había acumulado tantas historias como años. Rita sabía que si alguien podía orientarla, era él. No solo por su sabiduría, sino porque guardaba en su memoria —y quizá en su biblioteca— las piezas de un rompecabezas que ella apenas comenzaba a armar. Tocó la puerta solo una vez. No hizo falta más.

—¡Rita! —exclamó Elvira al abrir—. Estás hecha un fantasma de tantas vueltas que das por el pueblo. Pasa, por favor.

—Gracias, Elvira. ¿Está Germán?

—En su biblioteca. Te lo mando enseguida —respondió con una sonrisa, mientras se perdía en el interior de la casa.

Germán apareció poco después, con un par de gafas colgándole del cuello y un cuaderno abierto en una mano.

—¿Venías a conversar o a que te preste libros otra vez?

—A ambas cosas —respondió Rita con una sonrisa leve—. Necesito que me hables sobre algo que mencionaste hace tiempo... una noche en la terraza, ¿te acuerdas? Me contaste historias del pueblo. Sobre las leyendas. Las brujas.

Germán alzó una ceja, curioso.

—¿Las brujas? Bueno, hay muchas historias de ese tipo en Bernabé, casi todas con más imaginación que verdad.

—No para mí —dijo Rita en voz baja.

Elvira se acercó, sentándose junto a ellos.

—¿Por qué ese interés tan repentino? Nunca te vi preguntar tanto por cosas de brujas.

Rita respiró hondo y entrelazó las manos sobre las rodillas.

—Necesito que esta conversación quede solo entre nosotros. Que no se la repitan a nadie. Y menos que a nadie, a Javier.

—¿Javier? —repitió Germán, con el gesto más serio que Rita le había visto en mucho tiempo.

—Nunca le conté nada. Y por ahora no quiero que lo sepa —continuó Rita, y su voz apenas rozó el aire, como si decirlo en voz alta ya supusiera un riesgo—. La verdad es que no me interesan las brujas por curiosidad. Me interesan porque creo en ellas. Porque yo... soy una.

El silencio cayó como una manta pesada sobre la sala. Elvira dejó de moverse, como si el tiempo se hubiese suspendido entre el parpadeo y la incredulidad. Su mirada fue directo a Germán, buscando una explicación, una respuesta, algo que calmara el frío repentino que le recorrió la espalda.

Germán no reaccionó de inmediato. Cerró el cuaderno que llevaba en la mano, muy despacio, y apoyó los codos en las rodillas. Su expresión cambió: ya no era sorpresa, era reconocimiento. Como si esa revelación destapara un eco que había estado resonando bajo su conciencia durante años.

Desde que Rita llegó a Bernabé, había algo en ella que escapaba a lo cotidiano. El pueblo, en su costumbre de no preguntar demasiado, la había aceptado sin condiciones. En Bernabé, lo importante no era de dónde venías, sino cómo hacías sentir a los demás. Y Rita se ganó el cariño de todos sin esfuerzo aparente. Pero aún así, algo —algo sutil e inasible— se mantenía al margen, como una bruma suave que la rodeaba.

—Y lo eres desde siempre —dijo al fin Germán, con un tono más bajo, casi reverente—. Lo sabía... algo en ti siempre fue distinto. Como si la montaña misma te hubiera tocado.

Rita asintió, bajando la vista. Permaneció en silencio unos segundos más, como si eligiera cada palabra con una precisión que le costaba respirar. Luego alzó la mirada, con una sombra nueva en los ojos.

—Y no estoy aquí por eso solamente —dijo con voz baja pero firme—. Es... mi hermana. Clotilde. Me está buscando. Y yo no sé cómo detenerla. No sé cómo protegerme. Ella quiere... absorberme. Convertir mi magia en suya. Como dicta la tradición. Yo soy la bruja buena. Y no quiero hacerle daño, pero tampoco puedo dejar que me destruya.

Elvira suspiró, atrapada entre la duda y el deseo de negarlo todo. La palabra "destruir" quedó suspendida en la sala como una vela encendida que nadie se atrevía a soplar.

—Eso ya no es solo una leyenda —dijo finalmente Elvira, bajando el tono—. Eso suena como algo que viene de verdad. Algo que viene con fuerza.

Germán, que había estado observando en silencio, se levantó sin decir palabra. Su rostro se había vuelto más pálido, más severo. Salió de la sala con paso firme, pero no regresó de inmediato. Rita y Elvira intercambiaron una mirada silenciosa, mientras se escuchaba al fondo el leve crujir de un mueble siendo abierto con cuidado.

Cuando Germán volvió, llevaba entre las manos un libro que parecía haber dormido siglos. Las tapas gruesas, gastadas, con bordes carcomidos por el tiempo, hablaban por sí solas. Al ponerlo sobre la mesa, un fino polvo se levantó, como si el aire reconociera su peso... y lo respetara.

Germán no habló de inmediato. "Le pasó la mano por la tapa como acariciando un recuerdo que también da miedo, y luego levantó la mirada hacia Rita.

—Este libro era de mi padre —dijo, con voz lenta, cargada de memoria—. Y de su padre antes que él. Lo heredé como se heredan las historias que uno no termina de creer… pero tampoco puede ignorar. Nunca pensé que alguien me lo pediría en serio.

Se sentó frente a ella y continuó:

—Mi padre me lo entregó una noche en la que el viento soplaba raro, como si el monte respirara. Me dijo: “Este libro no es para quien quiera saber, sino para quien necesita entender. Aquí no hay cuentos, Germán. Aquí hay verdad disfrazada de leyenda.”




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