La noche había caído sobre Bernabé con una dulzura casi cómplice. Las calles estaban tranquilas, con apenas el murmullo de las ventanas abiertas y algún perro bostezando bajo una farola. Pero en una esquina específica del pueblo, donde las bugambilias colgaban como cortinas sobre los muros y el aire olía a guayaba madura, algo se estaba cocinando: la esperada serenata de Benjamín.
Javier afinaba su guitarra en el patio trasero de su casa, mientras Benjamín caminaba en círculos, con un cuaderno doblado bajo el brazo y un nerviosismo que solo disimulaba a medias.
—¿Y si no le gusta? —dijo, bajando la voz mientras repasaba el cuaderno por enésima vez.
—Benja, si no le gusta, será porque perdió el oído. Esos versos están buenos. Y la música... bueno, es mía —bromeó Javier, aunque con un guiño cómplice.
—¿Y si no sale? ¿Y si no abre la ventana?
—Benjamín... tú confía. Las mujeres no se asoman por una ventana solo por curiosidad. Se asoman cuando ya están esperando algo. Y María seguramente lleva días esperando que hagas algo así.
Benjamín tragó saliva. Miró al cielo, como buscando permiso. Luego se frotó las manos, respiró profundo y asintió.
—Vamos.
Javier sonrió y lo siguió con la guitarra en el hombro. Caminaron en silencio hasta la casa de María, que quedaba en una callecita adornada de faroles amarillos. No había mucha gente afuera, pero sí las suficientes luces encendidas como para sospechar que más de uno estaba con la oreja pegada a la ventana.
Lo que no sabían era que, unos metros más allá, caminaban Clotilde y Sandra, comentando sobre los últimos acontecimientos del pueblo, cuando vieron a lo lejos la figura de Javier con su guitarra y Benjamín con cara de poema nervioso. Sandra se detuvo en seco.
—Ay no... —murmuró, dando un paso atrás—. ¿Eso es una serenata? ¿En serio? ¿Y con Benjamín? Esto huele a vergüenza ajena.
—¿Qué haces? —susurró Clotilde, con una sonrisa que ya anticipaba travesura.
—No quiero ver esto. Si me ve, seguro me pone a repartir volantes con sus versos... y arruino el momento romántico. Mejor nos vamos antes de que me conviertan en parte del espectáculo.
—¿Irnos? —repitió Clotilde, fingiendo indignación—. ¡Por favor! Esto se va a poner bueno.
Y sin darle tiempo a oponerse, Clotilde agitó discretamente los dedos y una brisita juguetona las empujó suavemente hasta un callejón sombreado, justo frente a la casa de María, desde donde se tenía una vista perfecta de todo el espectáculo.
—Clotilde, no hagas nada raro —advirtió Sandra, acomodándose detrás de unos arbustos.
—¿Yo? Jamás —respondió Clotilde, sacando un pequeño frasco con un polvo brillante que parecía contener el brillo de una estrella.
—¿Qué es eso? —preguntó Sandra, más resignada que sorprendida.
—Diversión. Una microdosis de caos. Solo lo justo para animar la noche. Mira y aprende.
Benjamín carraspeó la garganta. El plan era sencillo: él recitaría los versos que había escrito con todo el corazón y Javier los repetiría, hilándolos con acordes suaves desde su guitarra. No hubo tiempo suficiente para convertir las poesías en canciones completas —las horas previas se habían ido entre ajustes, dudas y nervios—, pero eso no importaba. Javier había insistido en que la música, en esta ocasión, debía acompañar, no opacar. Y que lo más importante era que María escuchara directamente de Benjamín lo que él sentía. La guitarra sería su telón de fondo, su cómplice sonora. Así lo habían acordado.
—María —dijo, con voz alta pero temblorosa—. No soy bueno con las palabras... hasta que me pongo a escribirlas. Y hoy escribí para ti. Así que, si estás ahí, escucha un momento...
Javier empezó a tocar una melodía dulce, de ritmo suave y armonía sencilla. Benjamín se aclaró la voz y comenzó:
—"No sé pintar paisajes ni escribir con tinta de poeta..."
Javier repitió con ritmo cantado:
—♪ No sé pintar paisajes, ni escribir como un poeta... ♪
Benjamín continuó:
—"Pero cuando te pienso, se me ordenan los versos como cometas."
—♪ Cuando te pienso, los versos vuelan... como cometas, mi Julieta... ♪ —entonó Javier, ajustando la rima sin perder el espíritu.
Benjamín lo miró de reojo pero siguió:
—"Te quiero sin medida, sin excusas, sin horario..."
—♪ Te quiero libre y sincera, sin medida ni horario... ♪
Por unos instantes, la serenata funcionaba. Había algo encantador en ese vaivén entre el verso recitado y la música viva. La combinación era imperfecta, pero auténtica. Y María, desde el otro lado de la ventana, aún no se asomaba... pero escuchaba. Sabía que era Benjamín. Lo había reconocido desde la primera palabra, y aunque no lo mostraba, su corazón latía como si también recitara. Estaba emocionada, con una sonrisa tonta en los labios y las manos apretadas contra el pecho. Había algo en esa torpeza sincera que le removía todo.
Benjamín, sin dejar de mirar al frente, le susurró de reojo a Javier:
—Oye, si vas a ir cambiando los versos para que encajen con la música, al menos no los digas en primera persona... Acuérdate que quien los está dedicando soy yo, no tú. Así que nada de "yo te quiero" o "yo te pienso". Mejor cámbialo a algo como "él te quiere" o "él te piensa". ¿Sí?
Javier asintió, haciendo un gesto afirmativo mientras tocaba, pero justo en ese instante Clotilde, desde su escondite, agitó discretamente los dedos y lanzó una pizca de su polvo brillante al aire. La brisa nocturna lo llevó directo hacia los músicos, sin que ellos lo notaran.
Y ahí empezó el juego.
Javier, sin saber por qué, comenzó a alterar los versos con un giro peculiar, como si algo extraño lo guiara a rimar distinto, arrastrado por el hechizo de Clotilde sin darse cuenta:
Benjamín dijo: —"Te quiero sin medida, sin excusas, sin horario..."
Javier repitió, pero en lugar de adaptar con claridad, dijo:
—♪ Él te quiere sin medida... pero a veces duda del calendario... ♪