Tiempos Nuevos

XV. NOTAS DE AMOR, PASOS DE BRUJA

El pueblo de Bernabé amaneció con una energía distinta. Desde temprano, las calles vibraban con un murmullo que se mezclaba con el golpeteo de martillos y el zumbido de cables tendidos. En la plaza central levantaban un escenario improvisado, enorme para los estándares del pueblo, con focos que parpadeaban aun a plena mañana. El aire olía a pan de anís y a pintura fresca; los altoparlantes chirriaban en pruebas; banderines de colores cruzaban de balcón a balcón como pequeñas serpientes al viento. El concierto se había convertido en el tema de cada esquina: en la panadería, en la peluquería, en los chismes que subían por las escaleras y en las conversaciones de las señoras que regaban las macetas desde sus balcones.

Victoria, desde la ventana de su sala, murmuraba algo entre sorpresa y fastidio:

—Esto parece carnaval… No sé cómo van a dormir los vecinos con tanta bulla.

Tomás, más entusiasmado, replicaba: —Déjalos, mujer. No todos los días Bernabé tiene artistas internacionales. Y menos, a Javier abriendo el concierto. Él es parte de este pueblo, y mira cómo todos lo celebran.

En la vereda, dos vecinas cuchicheaban con media sonrisa: —¿Te imaginas? —decía una—. Esta noche toca y mañana ya sale por la televisión.

—Y que no se olvide de saludar a Bernabé —remataba la otra, ajustándose el delantal.

Los niños correteaban para ver el escenario, los vendedores montaban puestos de empanadas como si fuera feria grande, y al fondo un señor probaba una corneta desafinada que, para su desgracia, ya sonaba más fuerte que los ensayos. Hoy Bernabé latía distinto, como si supiera que estaba a punto de ser testigo de algo grande.

Mientras tanto, Ricardo caminaba inquieto por la cocina. Había intentado hablar con Violeta la noche anterior, sin mucho éxito. Verla aquella tarde en el concierto sería inevitable, y su estómago se anudaba con una mezcla de ansiedad y esperanza. Benjamín, en cambio, estaba en su cuarto escribiendo compulsivamente un verso tras otro: todavía quería arreglar lo suyo con María, aunque el orgullo lo hacía borronear las líneas a mitad de cada frase.

En la casa de los Estrella, Germán trataba de esconder sus nervios revisando el programa del concierto una y otra vez. Elvira lo observaba, preocupada más por Javier que por la música. Sabía que el muchacho estaba inquieto por la presencia de Rita en su vida, y aunque no decía nada, la duda sobre aceptar o no la beca y lo que eso significaba se reflejaba en cada gesto.

Esa misma tarde, en el pequeño departamento que Rita había alquilado en las afueras del pueblo desde que dejó de trabajar en la casa de Victoria, ella se preparaba frente al espejo. Se había puesto un vestido sencillo, azul oscuro, con detalles plateados que brillaban apenas la luz entraba por la ventana. Sus manos temblaban al acomodarse el cabello: no era el concierto lo que le ponía nerviosa, era la conversación pendiente con Javier. Ella sabía que en algún momento debía contarle toda la verdad de quién era en realidad, y más ahora que también estaba en juego la decisión de si él aceptaría o no irse con la beca. Aunque Rita no quería intervenir en su elección, tenía claro que Javier merecía decidir con toda la verdad delante, sabiendo quién era ella y lo que pasaba en Bernabé.

El timbre sonó y Rita sintió cómo el corazón le saltaba al pecho. Al abrir, Javier estaba ahí, con su guitarra colgada al hombro y una expresión seria que se suavizó apenas la miró.

—¿Lista? —preguntó él, con una voz más cálida de lo que ella esperaba.

Rita asintió, pero no se movió.

—Javier… antes de irnos, necesito que me escuches un minuto.

Él dudó, mirando hacia el pasillo, como temiendo retrasarse. Sin embargo, entró y dejó la guitarra apoyada contra la pared.

—Está bien, dime.

Rita respiró hondo. El silencio del cuarto se volvió pesado, interrumpido solo por el eco lejano de las pruebas de sonido en la plaza.

—Desde que llegué a Bernabé he querido vivir como una más, como alguien normal. Y contigo lo encontré, Javier, encontré la sensación de pertenecer —dijo ella, con un nudo en la garganta, intentando contener las lágrimas.

Javier la observaba serio, sus dedos jugueteaban con la correa de la guitarra que había dejado en el suelo. La duda se dibujaba en su frente: aceptar la beca sería abrirse camino al mundo que siempre había soñado, pero también implicaba arrancarse de raíz del lugar donde había encontrado el amor. En ese instante, miró a Rita con la seguridad de que ella era lo único firme en medio de tanta confusión. La tensión se hizo palpable: él dividido entre su futuro y ella, y Rita conteniendo el secreto que deseaba confesar, sabiendo que cada segundo de silencio era una carga más entre los dos.

—Y si me voy… —dijo él, en voz baja— ¿qué pasará con nosotros?

Rita sintió la pregunta como un golpe. Quiso confesarlo todo, decirle que no era solo una muchacha de Bernabé, que dentro de ella latía un secreto peligroso, pero las palabras se le quedaron atoradas. En cambio, susurró:

—Lo que decidas, yo lo respetaré. Solo quiero que decidas sabiendo que te amo.

Él tomó aire, bajando la mirada un instante. Luego la acarició suavemente en la mejilla.

—Yo también te amo, Rita. Sé que hay cosas que no me has dicho, secretos que prefieres guardar. Y aunque me pesa no conocerlos, los respeto, porque confío en ti.

Rita cerró los ojos un momento, dejando que la caricia le calmara el temblor de las manos. Una mezcla de alivio y tristeza le recorrió el pecho: agradecía el respeto de Javier, pero al mismo tiempo sentía la punzada de saber que su silencio no podía prolongarse mucho más.

El tiempo pareció suspenderse. Afuera, el bullicio del pueblo previo al concierto seguía creciendo, pero dentro de aquel cuarto la tensión era íntima, casi sagrada: Javier atrapado entre la beca y su amor, y Rita debatiéndose entre callar o abrir su verdad. El silencio se cargó de miradas, como si ambos buscaran en los ojos del otro una respuesta que no terminaba de llegar.




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