Tiempos Nuevos

XVI. EL CONCIERTO DE BERNABÉ

La noche cayó sobre Bernabé como un telón que anunciaba la gran función. Desde temprano, la plaza se había convertido en un hervidero de voces y colores. Los niños corrían con banderines improvisados, los vendedores encendían las parrillas de maíz y carne, y el aroma se mezclaba con el olor fresco de la pintura de los decorados. Los altoparlantes chirriaban entre pruebas de sonido, hasta que una guitarra rasgó unos acordes que arrancaron aplausos espontáneos. Cada banco de la plaza estaba ocupado, cada balcón se transformaba en palco. Las luces comenzaban a encenderse, bañando de destellos la multitud expectante. Más que la banda principal, la gente murmuraba con ansiedad por ver a Javier Estrella, su propio muchacho, como la verdadera atracción de la noche. Todo el pueblo parecía vibrar con la misma pregunta: ¿sería esta la noche en que Javier brillara más allá de Bernabé?

Victoria y Tomás no se unieron al gentío; preferían sentarse en el balcón de su casa con una copa de vino, esperando escuchar la música desde allí. Para ellos, aquel evento era más bien un regalo para los jóvenes, aunque compartían la emoción y el orgullo en silencio, brindando desde la distancia. Algo similar ocurría con Germán y Elvira, que en vez de estar en primera fila decidieron escuchar desde el jardín de su casa. Como mayores, se sentían más cómodos allí, y además habían preparado una videollamada para seguir en directo la presentación de Javier en cuanto llegara el momento. Así, entre risas contenidas y la expectativa que se filtraba hasta sus hogares, también participaban de la fiesta del pueblo.

Pero, lejos de las luces, otra sombra se movía. En las afueras del pueblo, Clotilde caminaba despacio, casi flotando en su capa oscura, hasta detenerse frente al edificio modesto donde una tal Rita había firmado un contrato de arriendo. Se detuvo un momento, observando la fachada iluminada apenas por un farol. El silencio allí era tan denso como la algarabía de la plaza, pero opuesto: una calma tensa, expectante.

En el interior, Rita sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y corrió a la ventana. El murmullo lejano de la plaza contrastaba con la figura que divisó entre las sombras: Clotilde, avanzando con paso seguro hacia el edificio. Su intuición no la engañaba. El corazón le latía con fuerza, y de inmediato apuró a Javier.

—¡Tenemos que irnos ya! —le susurró con urgencia, sujetándolo con fuerza de la mano.

Él la miró, confundido, pero no tuvo tiempo de preguntar. Rita lo jaló hacia la puerta con brusquedad, el corazón latiéndole en la garganta. En ese mismo instante, Clotilde levantó la mirada hacia el balcón, como un halcón que presiente a su presa. El pánico se mezcló con la determinación en los ojos de Rita: debía actuar rápido.

Se apoyó contra la pared, cerró los ojos y extendió la mano. Un destello mágico chisporroteó en sus dedos, como brasas que se encendían con el aire. Javier, atónito, apenas pudo balbucear su nombre, pero ella no se detuvo. Murmuró unas palabras en voz baja, antiguas y ásperas: «Karum-nel, Ithra-so, Ven-dral» que resonaban con un eco metálico y áspero, expandiéndose por las paredes como si quisieran arañarlas y marcar su huella. El sonido se hizo físico: vibró en el aire como un zumbido grave, entró en el pecho de Javier y le golpeó las costillas. Él sintió el murmullo como un retumbo interno, un eco que lo sacudía por dentro y le erizaba la piel, obligándolo a comprender —aunque no supiera cómo— que estaba presenciando un poder que lo excedía. El suelo crujió primero con un quejido leve, luego con un retumbar que hizo vibrar la baranda.

Desde las esquinas del pasillo se levantaron hojas secas, arrastradas como si un viento invisible las empujara; giraban en espiral, subían y bajaban, golpeando la madera con un repiqueteo nervioso. Poco a poco se agruparon formando un torbellino que lamía la puerta. Entonces las sombras comenzaron a moverse: se estiraron desde los rincones, se curvaron como brazos flexibles y, ondulando, treparon por las paredes. Una a una fueron cerrándose, hasta convertirse en pesadas cortinas de oscuridad que taparon por completo la entrada, envolviéndola en un manto impenetrable.

El portal del edificio se transformó: la madera, los escalones y hasta el marco parecieron diluirse en un velo borroso. Desde afuera no había movimiento alguno, solo silencio como si el lugar estuviera abandonado desde hacía años.

Clotilde vio apenas el parpadeo de una luz extraña, y luego nada. Frunció el ceño; no era ingenua. El aire todavía vibraba con un residuo que solo una bruja podía percibir. Una corriente sutil de magia, el mismo pulso que había sentido otras veces en presencia de su hermana.

Rita y Javier, escondidos bajo aquella ilusión, se escabullían apresurados hacia la plaza, con la música de fondo guiándolos como única promesa de resguardo.

—Así que aquí te escondes… —murmuró Clotilde para sí misma, y esta vez no había duda en su voz. Esa vibración en el aire era inconfundible: era ella, Rita, su hermana, la que había estado ahí y había osado cubrirse con un velo de hechizos. Un escalofrío de furia y triunfo le recorrió la espalda. Sabía que no se equivocaba.

Sonrió con sorna, pero la sonrisa era más bien un rictus. Cada paso que daba era lento, calculado, como el de un depredador que ya huele la sangre. Las pruebas de sonido y la música previa al concierto llegaban amortiguadas, como un eco de otro mundo, y cada nota era un recordatorio cruel de que Rita ya podía estar allí, riendo escondida entre la multitud. Clotilde apretó los puños dentro de su capa, convencida de que esa noche estaba más cerca que nunca de desenterrar la verdad, aunque para lograrlo tuviera que arrancarla con sus propias manos.

La tensión del callejón quedó atrás y, como un cambio de escenario en una obra, la narración regresó a la plaza. Allí el ambiente era completamente distinto: las luces aumentaban su brillo, los altoparlantes lanzaban ráfagas de pruebas de sonido que arrancaban risas de la multitud, y los jóvenes seguían llegando poco a poco. Se buscaban entre la gente, saludándose con abrazos y bromas nerviosas, mientras la expectativa crecía minuto a minuto. Entre el gentío aparecieron María y Violeta, que habían llegado juntas, tomadas del brazo como si quisieran darse valor mutuamente. Sabían que aquella noche traería más que música: había demasiadas cosas por decirse, demasiadas verdades esperando su momento. María, en silencio, llevaba además un secreto que ni siquiera podía compartir con Violeta, su mejor amiga, un pensamiento que le daba vueltas a la cabeza una y otra vez y que hacía aún más intenso el peso de la velada. Clara las encontró enseguida, con el ceño fruncido y la mirada inquieta, como sabuesa que olfatea un chisme fresco. Se abrió paso entre la gente con los brazos en jarra y preguntó a voz en cuello, casi disfrutando de la curiosidad que despertaba en quienes la oían.




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