El aplauso atronador cerró la última nota de Javier. El escenario se quedó a oscuras y la plaza entera quedó en un murmullo expectante, aguardando a la banda principal. Solo las luces de los puestos de comida y algún farol lejano iluminaban débilmente. La oscuridad era más densa de lo normal: Clotilde, merodeando en busca de Rita, había lanzado conjuros para nublar las luces, convencida de que así descubriría mejor su rastro. El aire olía a ozono y metal caliente, el rastro inconfundible de Clotilde. El resultado fue que medio Bernabé quedó a tientas, tropezando con bancos, derramando refrescos y chocando entre sí; un vecino incluso acabó sentado en la falda de otro y ambos se levantaron fingiendo que nada había pasado. La escena parecía una comedia improvisada, como si alguien hubiera apagado las estrellas solo para reírse del desorden.
En medio de esa confusión, con la plaza revuelta entre empujones, risas nerviosas, vasos de refresco derramados y hasta algún grito perdido que se mezclaba con el zumbido de los parlantes, María tropezó contra alguien. Sintió la tela áspera de una chaqueta rozar su brazo y un “perdón” tibio al oído, detalle suficiente para convencerla en la confusión de que se trataba de Benjamín. El corazón le dio un brinco; apenas distinguió una silueta masculina y, convencida por la confusión, pensó que era Benjamín. Ricardo, por su parte, con tanto bullicio y sintiendo la mano de una muchacha sobre su brazo, supuso que era Violeta. Ambos rieron por lo bajo, como quien se disculpa entre choques torpes, y se miraron un segundo con alivio.
—¡Por fin te encuentro entre este caos! —exclamó Ricardo, casi gritándole al oído para hacerse escuchar—. Estaba convencido de que te había perdido entre la multitud.
—Y yo también te buscaba —respondió María, divertida por el tropiezo y frotándose el codo como si hubiera sido un choque intencional—. Menos mal que apareciste, porque tengo que confesarte algo.
Ricardo sonrió nervioso y añadió en voz baja.
—Creo que ambos estábamos esperando este momento, esta conversación— dijo, convencido de que hablaba con Violeta — Pero antes de escucharte, creo que yo también debo confesarte algo… en este tiempo he pensado mucho en otra persona, y por eso ya no he estado tan insistente.
María se estremeció, creyendo que al fin Benjamín le abría el corazón. Con voz entrecortada respondió.
—Me alivia escucharlo, porque yo también… todo este tiempo he pensado en alguien más. Siento que ya no te amo como antes. Estoy enamorada de otra persona.
Ricardo, intrigado, preguntó.
—¿Cómo pasó? ¿De quién se trata? ¿Y por qué no me lo dijiste antes?
María cerró los ojos un instante, se armó de valor y susurró.
—Estoy enamorada de tu hermano… No sé cómo pasó, pero es así. Era muy difícil pensar en decirte algo así, me daba vueltas en la cabeza cada vez que intentaba imaginarlo. Al principio me parecía un disparate, hasta me reía sola por lo absurdo que sonaba…
Ricardo se removió incómodo, intentando atajar la tensión con una broma nerviosa.
—Vaya, suena como si me estuvieras contando un secreto de novela. ¿De veras te parecía tan descabellado?
María respiró hondo, dudó un segundo, y continuó con voz trémula pero firme.
—Sí, porque de pronto me descubrí buscándolo en cada gesto, en cada recuerdo, como si todo lo que me faltaba hubiera estado siempre en él. ¿Y qué podía hacer? Callar y hacerme la distraída, como si no se notara.
Ricardo arqueó las cejas, con un gesto que mezclaba sorpresa y un toque de ironía.
—Bueno, si lo dices así, hasta parece una comedia romántica.
Ella abrió apenas un ojo, como si quisiera comprobar su reacción, y replicó con una media sonrisa nerviosa.
—Pues de comedia no tiene nada… créeme que ha sido un enredo.
En ese instante las luces volvieron a encenderse de golpe, bañando la plaza de claridad. María abrió los ojos y quedó helada al descubrir que no hablaba con Benjamín… sino con Ricardo. Él se quedó frío, con una mezcla de sorpresa, ironía y hasta un amago de risa nerviosa en la voz.
—¿Estas enamorada de Benjamín? ¿Qué hay de nuevo en eso?
María balbuceó, avergonzada.
—Pensaba… que estaba hablando con Benjamín.
Ricardo entrecerró los ojos, incrédulo, y murmuró con media sonrisa torcida.
—¿Cómo? Entonces… si hablabas con Benjamín… el hermano soy yo… Eso quiere decir que estás…
María se puso nerviosa, queriendo cortar la conversación. Se tapó la cara con las manos, tropezó un poco hacia atrás y casi pisa el pie de un vecino que pasaba. El hombre bufó y siguió su camino, mientras ella, colorada como un tomate, habló atropelladamente.
—No, no sigas, creo que metí la pata, no quería… ¡qué vergüenza!
Ricardo la observó un instante, debatido entre reírse o ponerse serio. La vio tan torpe y auténtica que no pudo contenerse y terminó soltando una carcajada nerviosa, que sonó más fuerte de lo esperado por el silencio del momento. Varias cabezas se giraron curiosas y él, encogiéndose de hombros, improvisó.
—Esto parece un enredo de los que cuentan en la plaza… ¡solo faltan las palomitas! —bromeó Ricardo, rascándose la nuca con torpeza—. Y pensar que yo juraba que estaba hablando con Violeta. El "alguien más" del que te hablaba… eras tú, María. ¿Te das cuenta? Tanto correteo, tantos recados de un lado a otro, y en vez de arreglar lo de Benjamín y tú, terminamos encontrándonos nosotros. Era como jugar a ser carteros del amor y que al final las cartas se nos quedaran pegadas en las manos.
María, entre apenada y divertida, no pudo evitar sonreír.
—Es verdad… cada recado, cada excusa, era como un chiste privado. Y yo que pensaba que esos momentos solo me aliviaban la tensión con Benjamín, cuando en realidad me hacían esperar con ganas volver a verte.
Ricardo soltó una risa baja, casi incrédulo.
—Y yo lo mismo. Mientras Benjamín dudaba y Violeta se enredaba en sus propios miedos, nosotros estábamos ahí, haciendo malabares con mensajes, inventando tonterías y riéndonos como dos cómplices. Al final, sin querer, dejamos abierta la puerta a algo más… y míranos ahora.