Tiempos Nuevos

XVIII. ENTRE LA MÚSICA Y LA MAGIA

El último destello del escenario se apagó como si alguien soplara una vela gigante y el murmullo volvió a ser humano: risas, pasos apurados, la señora que aplaude aunque ya no haya nada que aplaudir. Rita supo que Clotilde ya se había ido. El aire, apretado hace un minuto, se alivianó. Al fondo, la banda siguió con la coda alegre y el presentador remató con la rifa imposible.

—¿Rita? —Javier apareció a la altura de sus hombros, aún con el brillo del escenario pegado a la piel—. Te busqué por todos lados.

Ella parpadeó y sonrió como si acabaran de pillarla robando confites.

—Abriste el concierto y te ovacionaron —le tomó la muñeca, notando el pulso caliente—. Estuviste hermoso. Y aunque Luz Andina es el grupo principal, la estrella de la noche fuiste tú.

—Eso suena muy de Rita —bromeó él, con esa sonrisa de costumbre que le desordenaba el flequillo—. Yo solo fui el telonero; el bis es de ellos. ¿Te quedas un rato o nos escapamos?

—No te pases de humilde, Javier —dijo Rita, divertida y firme—. Hoy brillaste más que cualquier otro grupo.

Miró hacia la oscuridad detrás de las gradas. Rita se acercó un paso, aún con la cinta del backstage en la mano.

—No quiero seguir fingiendo normalidad —dijo, bajito—. Es hora de irnos. Tenemos que hablar; nos quedaron cosas en el aire. Me tiene agotada todo: el juego de luces, el ruido… y esta sensación de estar siempre escapando sin que nadie lo note. Ya no quiero correr.

—¿Ahora? —Javier bajó el tono, atento—. Aquí mismo puedo inventar que debo afinar de nuevo.

—No. Ya no más excusas —Rita negó con la cabeza—. Necesito contarte la verdad, completa.

—Entonces vámonos —dijo él, acomodándose la correa de la guitarra.

—Pero no a mi casa —Rita apretó la cinta hasta sentir el pliegue—. Si me llevas, que sea a un lugar donde no tenga que mentir.

—A donde digas —contestó, sin soltarle la mirada.

—Te voy a decir quién soy y cómo llegué a Bernabé —ella respiró hondo—. Te debo esas explicaciones.

—Te llevo —respondió él, sin dudar.

No la cuestionó. Asintió, tragó nervios y alzó la guitarra. Se colgó la correa, guardó un par de púas en el bolsillo y, de pasada, chocó la mano a dos chicos que le pedían una selfie: promesa con guiño para “otro día”.

Pensó, sin decirlo: era ahora. Si no ahora, ¿cuándo?

—Vamos, entonces. No te llevo a la estación de buses —sonrió leve—. A menos que quieras ir a Miami esta noche —intentó, suave, el chiste mínimo.

—Necesito darte muchas explicaciones.

Javier asintió. Echaron a andar por el pasillo lateral, entre saludos y abrazos rápidos, mientras el presentador remataba a mitad de show: “los aplausos no se devuelven, no hay reembolsos”. El ruido fue quedando atrás a medida que él se despedía de quienes lo habían escuchado: chocó manos, agradeció a las primeras filas y, con una inclinación breve, pidió permiso al equipo. Le abrió la puerta del carro a Rita y le sostuvo el paso; ella subió con una sonrisa cansada, las manos aún temblorosas. Javier rodeó por el frente y se sentó al volante. Salieron entre vallas y cables, dejando atrás los focos y la tómbola. En el trayecto, las luces del pueblo se estiraban en el vidrio como hilos; un par de motos cruzaron y las casas bajas pasaron una a una, calladas. Fueron en silencio, a ritmo de vals descalzo, con la radio apenas encendida y la respiración de ambos buscando el mismo compás.

—¿Sabes que puedes respirar, no? —dijo Javier, bajito, mientras ponía la direccional—. Nadie te está persiguiendo… digo, literalmente.

—Literalmente no —dijo ella—. Que es la peor forma de estar perseguida.

Él no insistió. Condujeron en silencio, dejando atrás el murmullo del campo. Frenó frente a la casa de Germán y Elvira. La luz del porche encendida parecía vigilar la calle con calma. Se quedaron dentro del auto, motor apagado, como si el silencio también abriera puertas.

—¿Están…? —preguntó Rita, mirando la casa.

—Dormidos —dijo Javier—. Mi abuela cae con el noticiero y mi abuelo con los créditos. Podemos bajar cuando quieras.

No se movieron. El auto guardó el calor del camino. Javier apoyó las manos en el volante y esperó; ese era su talento cuando no tocaba: no empujaba las palabras ajenas.

—Antes de bajar, necesito decirte algo —dijo Rita, frotándose las palmas, nerviosa—. No quiero que lo escuches en un pasillo ni con olor a cedrón; aquí, ahora. Tú siempre viste que yo guardaba cosas y nunca me apuraste: confiaste en mí aunque callara. Si no podía decirlo, lo entendías. Gracias por eso. ¿Crees en las brujas? No como chiste: ¿crees que existen?

—Mi abuelo habla de eso desde que soy niño —respondió Javier, sin apartar la vista—. Me lo contaba en los apagones, junto al brasero, con la radio chisporroteando y olor a cedrón; historias, fábulas… fogatas y exageraciones que hacían sombras en la pared. En la vida real no he visto nada.

Rita apoyó la frente un segundo en el vidrio y bajó el volumen de la radio hasta casi nada; se secó las palmas en la falda y ordenó una mecha detrás de la oreja, como si alinear ese hilo pudiera alinear el mundo. —Entonces empiezo por lo real: es verdad —dijo, con la voz baja—. Yo… soy bruja. La palabra le tembló apenas, como una cuerda que por fin suena.

El silencio no fue un muro; fue un colchón que cedió bajo los dos. Javier dejó caer la frente sobre el volante un segundo más de lo prudente; cuando alzó la vista, el agua en los ojos le brillaba: quedaba ternura, sí, y una punzada que no encontraba dónde quedarse.

—¿Desde cuándo? ¿Y me lo dices así…? —la voz le salió más herida que alta—. No es un detalle, Rita. Es con quién estoy; con quién subo y bajo esa escalera, contando respiraciones como si fueran notas, y esto… estaba ahí. ¿Cuántas veces te guardaste el hilo y me dejaste a oscuras?

—Desde siempre —dijo ella, con un hilo de voz que no se rompió—. No lo callé por capricho: fue miedo; miedo a hacerte daño, a perderte, a que me encontrara mi hermana. Tengo una gemela: Clotilde. Eligió otro camino. Me odia. Y ya no tengo tiempo para seguir escondiéndome; me está buscando para cumplir lo que las reglas llaman el destino de las brujas —que la mala acabe con la buena para hacerse más fuerte—. Hoy, entre la música y las luces, me siguió; me escondí, pero no va a bastar. Tengo miedo y no sé cómo escapar. Y estás tú… lo que siento por ti. No quiero que te pase nada. Nunca quise hacerte daño.




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