Tiempos Nuevos

XIX. AMANECER CON PRESAGIO

Amaneció con una luz distinta, como si el sol hubiera dormido poco. Bernabé olía a cables recién desenchufados y a pasto pisado. En la plaza, las sillas apiladas formaban columnas torcidas y los papeles plateados del confeti pelearon con el viento hasta quedar enterrados bajo los bancos. Nadie lo dijo en voz alta, pero el pueblo despertó sabiendo que algo se había movido anoche y que no iba a volver exactamente a su sitio.

El comentario corría de puesto en puesto como un billete gastado: «¡Qué espectáculo!», «las luces parecían vivas», «el cierre, hermano, el cierre…». Luz Andina seguía siendo el grupo principal, pero el nombre que más repetían era otro. «Javier», decían en la panadería, con olor a masa tibia y puertas abiertas; «ese chico no solo tiene estrella; la lleva en la sangre y en el alma —si hasta se apellida Estrella—», aseguró el señor de los diarios, y una niña pidió aprender guitarra «como él» mientras contaba monedas con paciencia seria.

Nadie supo explicar qué fue exactamente lo que vieron. Para unos, drones; para otros, un truco caro que por fin llegó a Bernabé; para las señoras de mantilla, «un guiño de Dios si se lo mira bien»; para los técnicos, «fenómeno de máquina y humo, no exageren». Lo cierto es que en el aire quedó un resto de chispa, un sabor a naranja quemada que no sale con agua. Y, bajo la charla, una vibración pequeña, como si el piso tuviera memoria.

Las radios locales se tomaron la mañana para repetir el último tema y felicitar a los organizadores. Un locutor anunció con voz de domingo que «ha nacido un talento local para grandes escenarios», y en cada felicitación se coló una pregunta que nadie se atrevió a armar completa: ¿qué fue eso que miramos anoche y por qué, después, el viento sonaba distinto entre los árboles?

Hasta los hábitos más fijos llegaron desacomodados. La campana del colegio entró medio segundo tarde; los perros madrugadores durmieron una siesta a las nueve; el panadero quemó la primera tanda por conversar del concierto; y en el quiosco, un grupo de chicos discutió si «estrella» se dice por la fama o por lo que le pasó en la cara a cada uno cuando Javier tocó la primera nota.

En las casas, las abuelas hablaron bajito —no de recetas— y los abuelos miraron el cielo con ojos de quien recuerda manuales viejos. Más de uno, al barrer la vereda, encontró una pluma que no era de gallina y la empujó con el pie, sin ganas de preguntar de dónde vino. Nadie dijo «bruja». Nadie dijo «peligro». Pero al colgar la ropa, las pinzas se sintieron más livianas, y el aire, más atento.

Quien fuera sensible oyó en el silencio un compás nuevo, metido debajo de los ruidos de siempre. Quien no, igual caminó distinto, con la espalda un poco más tiesa y el cuello atento, como si el pueblo entero esperara un aviso que nadie había prometido.

Alguien comentó que esta clase de noches inauguran épocas. Otro, que los pueblos cambian sin hacer ruido y que solo se nota cuando ya es tarde. Y, sin embargo, entre ánimos de fiesta y tareas de lunes, Bernabé se acomodó a su manera: guardó lo celebrable en la repisa —«el concierto, la ovación, la estrella»— y dejó lo otro en suspenso, como una carta aún sin abrir.

El día siguió hacia adelante con la calma forzada de los buenos modales. Pero en las junturas —entre saludo y saludo, entre bocina y bocina— latía ese presentimiento: que el espectáculo de anoche no fue solo un cierre brillante, sino el principio de otra cosa. Algo que, cuando por fin llegara, cambiaría para siempre la historia del pueblo. Nadie lo sabía, nadie lo decía; se sentía, como se sienten los temblores chicos antes del temblor.

Entonces, una ráfaga dobló la esquina y arrastró un papel de confeti hasta la puerta de los Chiriboga; quedó pegado al dintel como si quisiera escuchar. Dentro, el reloj de pared pidió permiso para dar la hora y se arrepintió a mitad de campanada. La casa contuvo la respiración un latido más; luego, al otro lado del pasillo, alguien soltó el aire.

Clara abrió los ojos antes que el reloj. Rita había logrado dormir apenas unas horas; ahora miraba el techo como si contara respuestas. La manta le dibujaba un borde en la barbilla.

—No te muevas —susurró Clara—. Tomás y Victoria ya deben estar en la cocina. Espera a que salgan al Club Social, a la tertulia de los señores.

—Javier… —dijo Rita, y el nombre le pesó—. Anoche le conté la verdad. Me dijo que no puede perdonarme que se lo haya ocultado y que no quiere seguir conmigo. Se sintió defraudado. Le vi el dolor en la mirada, como quien baja la llave general; se puso hacia atrás y me pidió que me alejara. Dijo que no podía seguir hablando, que tampoco quería herirme y que por eso era mejor que me fuera. El no quedó suspendido en el aire, clavado como un alfiler. Yo me quedé con las manos quietas, buscando dónde ponerlas para que no hicieran ruido.

—Lo siento —Clara le acomodó un mechón detrás de la oreja—. Y te creo. A veces la verdad llega como vidrio molido: salva lo que salva, pero corta. Respira. No tienes que explicarte ahora. Duele porque te importa. Si él necesita distancia, se la damos; tú necesitas sostenerte. Yo te sostengo.

Rita asintió y se secó las mejillas con el dorso de la mano.

—Tiene razón —dijo—. Yo también se la doy. No le oculté la verdad para herirlo… pero igual lo herí. Y me duele como si me arrancaran una cuerda. No tuve otra opción: Clotilde ya me encontró. Si no se lo decía yo, se lo iba a decir ella… a su manera.

—Y su manera siempre cobra algo —replicó Clara, suave pero firme—. No podemos darle ventaja.

—Anoche la vi en mi departamento —Rita bajó la voz—. No puedo volver ahí. Las señales no fueron plumas: fueron las luces con las que yo me ocultaba, y Clotilde me estaba cazando. Sabes lo que significa.

—Entonces no hay tiempo para pensar —dijo Clara—. Se viene el Día de Brujas. Si llega y no tenemos decisión, ella va a moverse primero.

—Por eso —Rita respiró hondo—. Hoy necesitamos una salida: un lugar, un nombre, una puerta que cierre… algo. Y dar con Sandra.




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