Tiempos Nuevos

XX. HERMANOS EN VILO

Tomás llegó del Club Social y la casa estaba en ese silencio limpio que solo hace ruido cuando uno lo escucha. Apagó la radio, la encendió, la dejó en goles viejos del 82.

—¿Y Ricardo? —preguntó al fin, desde la cocina—. No lo he visto desde anoche.

Benjamín apareció en el marco de la puerta con una camiseta vieja y la cara de quien ensaya tragarse una piedra.

—No durmió aquí —dijo, con simpleza que cortaba—. Después del concierto no volvió. Seguramente pasó con su nueva novia.

Tomás alzó una ceja.

—¿Violeta?

—María —aclaró Benjamín, despacio, clavando el nombre como una tachuela.

Tomás parpadeó dos veces, se rascó la nuca y soltó el aire como quien apaga una vela.

—¿María…? ¿No era tu novia? —se le escapó; y, al ver la cara de su hijo, bajó el tono—. A ver, respiremos. No vengo a hacer leña; vengo a entender. Si voy a decir algo, que sea esto: no lo entiendo del todo, pero alguna explicación habrá; quiero escucharte para entender qué pasa y, sobre todo, qué es lo que te molesta y te duele tanto. ¿Te parece si pongo café y hablamos como familia?

Benjamín no sonrió. El vaso le tembló un milímetro en la mano; apretó los labios, asintió como quien firma un recibo que no entiende y se sirvió agua sin tener sed.

La puerta principal se abrió. Ricardo entró con una bolsa de pan y olor a calle limpia. Se detuvo al ver a su hermano. Benjamín sostuvo la mirada un segundo, el justo para que el aire hiciera ruido, y luego la corrió hacia la ventana.

—Buenos días —dijo Ricardo, dejando la bolsa en la mesa.

—Buenísimos —contestó Benjamín, con una cordialidad prestada—. Me voy.

No hubo empujones ni palabras de más. Dejó el vaso en el fregadero, tomó las llaves y salió por el corredor. El golpe suave de la puerta sonó como una batería que no llegó al redoble.

Tomás esperó a que el silencio se sentara otra vez y le dio la vuelta a la bolsa del pan para no mirar la puerta cerrada.

—¿Vas a contarme o prefieres que me invente una radionovela? —dijo, sin dureza.

—Pasé la noche con María —admitió Ricardo—.

—¿Desde cuándo es “esto”? —preguntó Tomás, sin apuro—. ¿Fue cosa del concierto o viene de antes?

—Viene de antes —dijo Ricardo—. Se fue armando de a poco. Empezó cuando yo llevaba recados de parte de Benjamín para María: mensajes, encargos, disculpas. Después de la serenata y de sus idas y venidas, ese ir y venir de recados nos dejó a María y a mí haciendo de puente. Yo no busqué nada, viejo. No hubo plan ni malicia. Nos fue pasando. Cuando me di cuenta, ya me importaba.

—¿Y a ella? —Tomás lo miró a los ojos.

—También —respondió—. También me acercaba a ella para hablar de Violeta: de sus miedos y de cosas que Violeta decía o dejaba de hacer. En medio de todo estaba Benjamín, que se enojaba fácil. Lo nuestro no fue un golpe, sino una suma: de silencios, de cuidados chicos. Yo la escuché. Ella me escuchó. Y me duele decirlo así porque no quise traicionarlo. Es mi hermano. Me siento culpable, aunque sé que no lo hice para herir a nadie.

Tomás asintió, como quien ordena piezas sobre la mesa.

—Eso mismo tienes que decirle a él —dijo—. Con esa claridad. Sin adornos. Sin excusas. Dile que no lo buscaste, que se dio. Dile que ves lo que le dolió y que reconoces su dolor. Y cuéntale lo de los recados, las caminatas, los silencios: no para culparlo, sino para que entienda cómo pasó.

—No quiero perderlo —dijo Ricardo—. Lo que siento por María no cambia que él es mi hermano. No quiero tener que escoger entre mi hermano y la mujer de la que me enamoré; no es justo tener que escoger.

—No hay pasos perfectos —dijo Tomás—. Solo pasos de frente. Búscalo a solas. Escúchalo antes de pedir que te escuche. Si hoy te cierra la puerta, vuelves mañana. Si te habla mal, respiras. Lo único que no puedes hacer es esconderte detrás del ensayo o del aplauso.

Ricardo tragó saliva.

—Voy a buscarlo ahora —dijo—. Y le cuento todo, como te lo conté a ti.

—Anda —asintió Tomás—. Y vuelve con lo que sea que toque volver. Aquí hay pan y café… y, con suerte, cabeza fría.

Ricardo tomó aire, guardó las manos en los bolsillos y cruzó el umbral con la sensación de entrar a un escenario sin ensayo. Afuera, el sol ya había trepado dos dedos. Adentro, Tomás apagó la radio, la volvió a encender y sonrió solo, como quien le habla a la casa:

—Cafetera, no me falles —murmuró—. Hoy sí necesitamos refuerzos.

Benjamín salió de la casa sin mirar atrás. Cruzó la esquina por la vereda de tierra, cortó camino por el terreno del viejo molino y siguió la zanja hasta la cancha. Cuando estaba enojado, siempre terminaba ahí: el arco oxidado de banco, el polvo de almohadón, el poste por columna vertebral. Se sentó, tomó una piedra y empezó a hacerla saltar entre los dedos.

Ricardo, en cambio, bajó la calle con esa brújula que solo tienen los hermanos. No preguntó mucho: sabía el destino. Igual, en el quiosco de la esquina, la señora levantó el mentón hacia el potrero, como diciendo “por allá”; un perro flaco se le pegó a los talones a modo de barra brava de un solo integrante y lo escoltó dos cuadras antes de desistir.

Ricardo encontró a Benjamín en la cancha de tierra, sentado en el arco oxidado como si el travesaño fuera un banco de plaza. Tenía una piedra en la mano y la hacía saltar de un dedo a otro, como si practicara malabares de paciencia.

—Vine solo —dijo Ricardo, sin acercarse demasiado—. Sin discursos. A escucharte primero.

—¿Y el aplauso viene después? —respondió Benjamín, sin mirarlo—. Tranquilo, no traje público.

Ricardo esperó. El viento empujó una bolsa hasta el centro de la cancha y la dejó quieta, como si marcara círculo.

—No te pido que me entiendas ni que me perdones hoy —dijo por fin—. Solo que me escuches. Y si quieres que me vaya después, me voy.

Benjamín bajó del arco. La piedra cayó y levantó un poquito de polvo.

—Habla —dijo—. Rápido. Y no me des otra puñalada.




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