Hace mucho tiempo, hace tantos años de los que personalmente no me quiero acordar, mis padres y mis abuelos charlaron conmigo acerca de las malas compañías. En esos días no presté mayor atención a lo que decían, porque no era la persona más loca, arriesgada o rebelde, contaba con sólo dieciséis años de vida y todo era muy estable, más estable de lo que esperaba.
No tenía un grupo muy grande de amigos pero sí tenía unos cuantos con los que frecuentaba. No era tímida, simplemente no me gustaba dar explicaciones de mi vida, ni que las personas a mi alrededor se enteraran de lo que era mi día a día.
No he leído tantos libros como me gustaría. Mi familia, la gran familia Kozlov, desaprueba rotundamente la holgazanería y el leer lo consideraban como tal. Así pues, mis tardes consistían en cumplir la santa voluntad de tanto mis padres como de mis abuelos.
Tenía tres hermanas y dos hermanos, éramos una familia muy grande en pleno siglo XXI. En conclusión, vivía en una casa muy grande en la cual vivíamos y convivíamos diez personas todos los días.
El hecho de que fuéramos tantos hermanos no impidió que cada uno de nosotros llamara la atención. Cada uno de nosotros se dedicaba a hacer una tarea específica en la casa.
Nikolai, el hermano mayor, se dedicaba a arreglar todo lo descompuesto- que durante todos estos años, siempre ha habido cosas descompuestas en esta casa-. Anna, la siguiente en turno, se encargaba de barrer toda la casona, sin dejar una pizca de polvo en el suelo. Seguían las gemelas, de las cuales, Natasha lavaba el piso con tanto esmero que relucía y Klara sacudía el polvo de todos y cada uno de los muebles y habitaciones. Después seguía yo, Aleksandra, me dedicaba a cocinar para todo el pelotón que se hacía llamar mi familia, me pasaba desde que amanecía hasta que anochecía metida en la bendita cocina, preparando los alimentos para todos. Por último, el menor de todos nosotros era Filipp, él se encargaba de lavar todo lo que en la cocina se ensuciaba.
Los seis nos encargábamos de mantener de pie esa casona, mientras que nuestros mayores sólo daban indicaciones y, bueno, nuestra madre lavaba las ropas de todos.
Colindando entre los 19 y los 15, sacábamos adelante lo necesario para no vivir en un muladar. Alternábamos nuestros quehaceres con los estudios y los trabajos, con los cuales, por su paga, nos ayudaban a comprar nuestros aparatos electrónicos para no ser molestados por nuestros amigos.
Nuestra vida, a comparación de la de nuestros amigos, era difícil y triste. Decían que nuestros mayores eran opresores y abusivos, pero nosotros, al estar ya acostumbrados a ese modo de vida, no veíamos mayor problema. La carga de los días, el trabajo excesivo y las exigencias diarias las tomábamos como algo "común", no veíamos manera de mejorar o cambiar nuestro entorno familiar, dado que éramos queridos, de cierta forma por nuestros padres y abuelos.
Esto que he estado narrando, es del año 2010, cuando yo tenía dieciséis años y cuando pertenecía a una familia, cuando tenía hermanos y cuando llevaba una rutina.
Ahora que me doy cuenta, he cambiado mucho. Han pasado ya siete años de esto, y por increíble que parezca, extraño a esa loca y estricta familia. Pero lo que me parece casi insoportable es la falta que me hacen mis hermanos.
Éramos muy unidos, nos cuidábamos mucho entre nosotros, tal como nos lo enseñaron nuestros padres a la par con la vida.
Pero todo cambió en el transcurso del año 2012, cuando un día, de manera repentina, mis abuelos se fueron de la casa, desaparecieron, ante nuestros ojos de nietos, pareciera que se los tragó la tierra. Mis padres cayeron en un trance tan desesperante y confuso que a nosotros nos desequilibró, dejaron de hacer lo que con anterioridad hacían, se encerraron en su habitación, literalmente, sólo salían para comer lo que yo preparaba y cuando lo hacían, no nos dirigían ni siquiera una rápida mirada.
Los seis sufrimos mucho, por ambos sucesos, primero por la pérdida de nuestros abuelos y segundo, por la pérdida parcial de nuestros padres. Lo que menos habríamos imaginado nos sucedió, finalmente nos hallábamos solos; sin órdenes, deberes, sin apoyo... Sin nadie que nos escuchara, tan sólo quedamos nosotros, los hermanos.
Ahora teníamos que luchar los seis contra la corriente. A pesar de que teníamos estabilidad en nuestros trabajos y nuestros estudios, la carga emocional era fatal; las gemelas se la vivieron llorando por un mes entero durante la noche, los ojos de Anna y Nikolai se ensombrecieron con una mezcla de resentimiento y decepción, mi semblante también perdió luz y el de Filipp se sumió en tristeza.
Todo lo que nos quedó fue avanzar, sin mirar hacia atrás, sin deprimirse, sin desesperarse y lo más importante, sin separarse.
Editado: 27.01.2019