Tienes que ser tú (tqst Libro #1)

Dafne    y Ann 6

La mañana del domingo la pasó ayudando a su padre a limpiar la casa entera mientras su madre dormía plácidamente, después de un turno de veinticuatro horas seguidas en el hospital era lo menos que podían hacer por ella. Para su desgracia, su padre no tuvo suficiente con levantarlo a las ocho de la mañana un domingo, sino que también lo obligó a ponerse un delantal y un pañuelo blanco en la cabeza. Porque según él, si limpiaban, tenían que hacerlo con la ropa adecuada, así que estuvo casi tres horas vestido ridículamente.
Pero eso no había sido lo peor de la mañana, ni por asomo, pues tras limpiar la casa y dejarla como los chorros de oro, su padre le había co- municado una importante noticia: no estaba de vacaciones, había sido despedido y a partir de ahora sería amo de casa, ¡amo de casa!
Por suerte a mitad de la mañana, Evan lo llamó ofreciéndole que fuese a comer a su casa, algo que aceptó sin dudar. Así que ahora mismo se encontraba en el ascensor, que lo llevaba a la novena planta del edi- ficio donde Evan residía. Se bajó del ascensor y tocó el timbre, esperó unos dos minutos, hasta que la puerta se abrió. Al otro lado encontró a Evan con un ojo morado e instándole a pasar.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó entrando y caminando hacia el salón.
—Oficialmente me pegué con un alumno de Quevedo para defen- der a Bel —explicó Evan.
—¿Y extraoficialmente?
—Una abuela me atizó con el bolso cuando estábamos intentando salir de la feria.
José no pudo evitar dejar salir una carcajada.
 
—Ya veo que tú tuviste mejor suerte.
—No te creas —negó sacudiendo las manos—, ¿y dónde os fuisteis?
Desaparecisteis de repente.
—No, tú desapareciste; estuvimos buscándote como locos, pero después que la señora me golpease Bel me arrastró a la salida. Dijo que era lo mejor que podíamos hacer. ¿Dónde mierda te metiste? —le preguntó Evan expectante; su amigo se había sentado en la esquina del sofá donde estaba estirado y lo observaba.
—Pues os estuve buscando, hasta que me encontré con Nora. Prác- ticamente tuve que obligarla a salir de la feria, porque ella insistía en ir a buscar a Matt y Sonia… esa chica es una testaruda, ¡y una desagrade- cida! —exclamó con indignación—, ¿te puedes creer que ni se dignó a darme las gracias después de sacarla de la feria?
Evan soltó una risita divertida que lo enojó aún más.
—Por cierto, ¿sabes qué sucedió? —preguntó su amigo cambiando de tema al ver su creciente descontento.
—Al parecer los del instituto Quevedo comenzaron una pelea y una tal Dafne, de nuestro instituto, les lanzó una lata de gases lacrimógenos
—contó de mala gana.
—¿Has dicho Dafne? —preguntó Evan, José asintió—. ¿Y la viste?
¿Viste como era?
—No, ¿qué pasa con esa chica? —José lo miró confuso, Evan se puso de rodillas sobre el sofá mirándolo seriamente.
—Esa chica y otra que se llama Ann, son las mandamases en el instituto, las jefas del cotarro, a las que todos temen, a las que todos respetan y obedecen; y con las únicas que no puedes permitirte tener un problema. Bel dice que la última persona con la que tuvieron un problema, desapareció del mapa y no se ha vuelto a saber de él, ¡y de eso hace ya dos años! —Evan tragó saliva nervioso y José rodó los ojos, en realidad no creía que dos chicas pudiesen llegar a ser tan peligrosas; la imagen de Sonia apareció en su cabeza, o quizás sí.
—Creo que Bel exagera demasiado. ¿Y a ti, por qué te cuenta tantas cosas? Cuando yo le pregunté por Nora, prácticamente me mando a la mierda —protestó enojado, Evan sonrió y se recostó sobre el sofá con los brazos detrás de la nuca.
—Eso es porque yo le caigo bien y le doy confianza, tú problema es que te has vuelto un poco antisocial con todo este tema de Nora. —Su amigo se puso en pie de un salto y se dirigió a la cocina—. ¿Quieres comer ya?
José se levantó y se dirigió a la cocina. Como era de esperarse, la comida ya estaba lista y solo había que meterla en el microondas; segu- ro antes de llegar la cocinera se había marchado. La vida de su amigo no estaba nada mal; a pesar que sus padres estaban divorciados, él era feliz y claramente había salido ganando al quedarse su padre con la custodia.
—Sí, tengo hambre, ¿y tu padre? —preguntó, Evan metió los platos de comida en el microondas.
—Está en un viaje de negocios; por cierto, he alquilado unas cuan- tas películas que creo que pueden ayudarte con Nora.
.
Mataría a Evan, de verás que lo haría. ¿En qué momento de enaje- namiento mental creyó que esas películas le ayudarían?
Bostezó por tercera vez, cada vez le costaba más mantenerse despier- to; miró hacia Evan y vio cómo su amigo estrujaba uno de los cojines entre sus manos, ¿Cuándo fue que Evan había perdido toda su testos- terona y le había bajado la regla? El próximo día él elegiría la actividad que iban a hacer, Evan no volvería a tomar una decisión respecto al ocio en lo que le quedaba de vida, y podía asegurar que sería una actividad cien por cien masculina, matarían patitos si hacía falta.
Por ahora había visto Alguien como tú, Diez razones para odiarte, Cómo perder a un chico en diez días y estaban inmersos en No puedes comprar mi amor, ¿en qué se suponía que le iban a ayudar esas pelícu- las? No eran más que las típicas películas estadounidenses, en las que en la mayoría el chico hacía una apuesta, y al final acababa enamorado de la chica.
Había captado la indirecta que su amigo le lanzaba en la primera película así que no hacía falta seguir viendo las demás, pero al parecer Evan estaba con el síndrome premenstrual masculino y se empeñó en ver el resto.
 
—Me voy a mi casa. —Se puso en pie y se estiró, Evan puso en pausa la película y lo miró.
—Si aún no ha terminado.
—Ellos dos acaban juntos, ese es el final. —Evan se encogió de hombros—, sé por qué me has puesto estas películas. No voy a enamo- rarme de Nora, ya te lo dije.
Evan sonrió de medio lado.
—La probabilidad está en tu contra como has podido ver
—dijo Evan señalando con el mando la tele.
—Eso no son más que películas estúpidas para chicas. —Evan se llevó la mano al pecho ofendido—. Obviamente van a terminar juntos,
¿qué clase de final sería si no acaban juntos? Pero esto es la vida real, la gente no se enamora con tanta facilidad.
Evan se acomodó en el asiento. José cogió su chaqueta de encima del sillón y se la puso, luego caminó hacia la puerta.
—Hasta mañana.
—Adiós  —se  despidió  su  amigo  sin  levantarse  del  asiento      y volviendo a poner la película.
Una vez que abandonó el edificio comenzó a caminar hacia su casa. Prácticamente ya había anochecido, así que esperaba que su padre ya hubiese hecho de cenar. Pensó en su padre, iba a ser amo de casa; ¡amo de casa!
Sopesó volver al apartamento de Evan, pero lo descartó enseguida. Sería mejor volver a su casa, al fin y al cabo, sus padres no podían estar haciendo algo tan horrible, y aguantar otra película podía suponer per- der la poca masculinidad que le quedaba. Pero se equivocaba, cuando llegó a su casa se encontró a su padre con el delantal rosa puesto, solo el delantal, mientras su madre estaba sentada sobre la mesa de la cocina con su uniforme de cirujana. Un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo, con rapidez se encerró en su habitación y puso la música alta.
¿No se suponía que a su edad debían de tener el lívido por los suelos?
.
A la mañana siguiente se levantó como pudo en silencio, para no despertar a sus padres; se vistió, desayunó y se marchó.
 
—¡José! —Al escuchar su nombre se dio la vuelta y se encontró con Evan corriendo hacia él; una vez que estuvo a su altura, le dio una fuer- te palmada en la espalda a modo de saludo—. ¡Buenos días!
—Buenas —saludó fijándose en que se le había bajado un poco el moratón, pero igualmente se le notaba bastante.
Los dos juntos caminaron hacia el instituto y atravesaron los muros. Buscaron con la mirada a los tenistas, siempre era bueno saber dónde estaban y qué se estaban lanzando; los localizaron con rapidez. Estaban a ambos lados de la entrada y se tiraban porras, ¿porras? ¿De dónde las habían sacado? Evan le dio un codazo y le señaló hacia el coche de los antidisturbios. Los policías estaban encerrados dentro tratando de for- ma desesperada de salir, mientras alzaban los puños y señalaban hacia los tenistas; bueno, ya sabía de dónde habían sacado las porras.
—Cada vez se lo montan mejor —comentó Evan mientras ambos subían las escaleras hasta su clase.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Helena a Evan mientras le tocaba el ojo, el pelinegro sonrió y miró a José de reojo.
—Me peleé en la feria para defender a Bel —declaró su amigo. Helena soltó un largo «oh» de admiración y Bel a su lado asintió orgu- llosa.
—Fue muy valiente —expresó Bel, luego miró hacia Evan—. Ofi- cialmente, ya eres un estudiante de Góngora y ese ojo morado es la prueba de ello.
—¡Oh, dios mío! ¡Evan! ¿Qué te ha pasado? —gritó Sonia entrando a la clase y examinando el rostro del pelinegro; tras ella entraron Matt y Nora, esta última jugando a la PSP, mientras Matt la guiaba hasta su asiento—. ¡Ya eres uno de los nuestros, me siento orgullosa!
—Fue duro pero le di su merecido —mintió Evan, mientras José rodó los ojos. Bel se apoyó sobre Evan y saludó a uno de los chicos que entró.
—Buenos días —saludó la profesora entrando en clase. Inmedia- tamente todos los alumnos tomaron asiento—. Matt, ¿otra vez aquí?
—Sí, es que este año está tan bella que tengo que venir todos los días a verla —dijo Matt poniéndose en pie, la profesora levantó la ceja izquierda; Nora le entregó la PSP y le dio un empujón.
 
—Ya, claro —contestó la profesora con sarcasmo.
Matt sonrió a la profesora y se marchó después de despedirse de la clase entera entre aplausos y vítores. ¿Se puede saber por qué era Matt tan popular? ¿Y por qué en lo que llevaban de curso ni él ni Nora ha- bían sido amonestados por molestar en clase?
.
—¡Mierda, mierda, mierda! —exclamó enfadado dando la vuelta a la mochila y vertiendo todo su contenido sobre la mesa; Evan lo obser- vó con curiosidad—. Me olvidé la comida, ¡joder!
Se dejó caer sobre la silla y Evan examinó la mochila, pero no en- contró nada dentro. Cris se despidió de las chicas, que iban al patio a sentarse donde siempre, luego se giró hacia ellos.
—¿Qué os pasa ahora?
—Me olvidé la comida en casa —se quejó.
—Pues vamos a la cafetería a que te compres algo. —Ante tal su- gerencia miró horrorizado hacia Cris, pero su amigo caminó hacia la puerta sin dudarlo ni un segundo.
—¿Vamos, sí? A lo mejor podemos ver a las todopoderosas jefas del instituto, tengo curiosidad —declaró Evan agarrándolo del brazo y ca- minando hacia la cafetería, José caminó con pesadez; no tenía ninguna gana de volver a esa jungla, a que lo mordieran y lo golpearan por con- seguir un mísero bocadillo.
Cuando llegaron a la entrada de la cafetería ya podían escuchar los gritos, los insultos y las amenazas de muerte. Tragó saliva nervioso, no quería morir; pero al menos iba con Cris, de algo tenía que servir su cinturón negro de kárate. Entraron en la cafetería y vieron que estaba tal y como la recordaban; los estudiantes iban y venían, se daban em- pujones, gritaban y algunos se estaban pegando.
—No te preocupes, no nos pasará nada —dijo Evan casi a gritos dándole una palmada tan fuerte en la espalda que dio un paso al frente. José se giró hacia él y lo fulminó con la mirada.
—Yo me ocupo.
Cris dio un paso al frente y se metió entre la multitud, dio unos cuantos empujones y se puso a gritar algún que otro insulto. José parpadeó sorprendido, ¿desde cuándo Cris era así de bruto? Si él era sensible, sensato y casi no decía palabrotas; definitivamente, este ins- tituto los estaba cambiando poco a poco. Tras varios empujones, Cris consiguió llegar hasta la barra y pedir un bocadillo, lo agarró bien y comenzó a intentar salir de esa locura; chocó contra varios alumnos y dio un empujón a un niño de unos doce años que iba vestido de indio.
—Lo siento —se disculpó Cris, para luego revolverle el pelo al niño y sonreírle con amabilidad.
—Más lo vas a sentir —murmuró el niño antes de irse corriendo. Cris ignoró el comentario y le entregó el bocadillo.
—Gracias —dijo José feliz saliendo de la cafetería y caminando ha- cia el patio; sin embargo, antes de abandonar el edificio se encontraron con Bel y Nora saliendo de los servicios.
—¿Conseguisteis comprar? —preguntó Bel asombrada, Evan asin- tió y levantó el bocadillo hacia el cielo como si fuese un gran trofeo—. Pues es todo un logro, yo me he dado por vencida, menos mal que Nora y Sonia se encargan de comprar mi comida.
—¡Ahí está! ¡A por ellos! —José se volteó ante tal grito y vio como un numeroso grupo de niños, de entre doce y trece años, vestidos de indios, corrían hacia ellos como posesos y con lanzas en las manos.
Cris rápidamente se colocó en posición defensiva, pero cuatro niños se tiraron sobre él haciéndolo caer al suelo. Los niños los rodearon y Bel se puso a gritar, mientras Evan trataba de escapar; por otro lado, tanto Nora como él habían optado por levantar las manos y rendirse, ya que seis niños los habían acercado a uno al lado del otro apuntándolos con lanzas. Mientras tanto, Cris consiguió levantarse del suelo poniéndose a pelear con los niños para que Evan pudiese escapar y pedir ayuda.
—¡Pediré ayuda, no os preocupéis! —exclamó Evan mientras corría lo más rápido que podía.
—¡Que no escape! —gritó el que parecía el jefe, ya que llevaba una lanza más grande y un enorme sombrero indio con plumas rojas; ante la orden varios indios salieron corriendo tras Evan—. Atad a ese.
José notó como le clavaban una de las lanzas en la espalda para obligarlo a andar, así que a regañadientes comenzó a caminar, tras él iban Nora  y Bel. Giró la cabeza para buscar a Cris, pero a su amigo  lo estaban atando los pies y las manos a una barra de hierro.
Los niños indios los llevaron hacia el edificio de la izquierda, allí las paredes estaban todas pintabas, las ventanas estaban rotas; las sillas y las mesas estaban partidas en trozos por los pasillos, unas encimas de otras. Parecía que había pasado un huracán por esa zona.
Los hicieron entrar en una clase que estaba llena de pintadas, los pincharon con las lanzas y los obligaron a sentarse en las sillas que había en el centro de la clase. Bel se sentó a regañadientes, mientras Nora se sentó con suma tranquilidad; los indios lo obligaron a sentarse en el centro con cada chica a uno de sus lados. Una vez que estuvieron cómodos, los empezaron a atar.
—¿Qué les habéis hecho? —susurró Nora, sorprendido se giró hacia ella.
—Nada que yo sepa —explicó, por lo que ella suspiró.
—Lo olvidaba, tú nunca haces nada —recordó Nora, José se giró hacia ella con ira.
—Yo no hice nada, estoy tan sorprendido como tú —protestó in- tentando no gritar. La clase comenzó a llenarse de indios y se pusieron a tocar tambores; inmediatamente después, entró Cris atado de pies   y manos a una barra de hierro, que cargaban dos niños bastante más corpulentos que el resto; depositaron la barra sobre los apoyadores que tenían al lado de la pizarra. José miró bien el lugar, justo debajo de Cris había trozos de serrín, como si eso fuese la hoguera donde hacían la comida.
—¡Vamos a morir! ¡No me lo puedo creer! —chilló Bel histérica, José echó la cabeza hacia atrás.
—No exageres, seguro que nos soltarán cuando se aburran —dijo tratando de relajarla.
—Cómo se nota que no sabes dónde estamos, ¡nos han capturado los de primero! ¡Dios mío, nos han capturado los de primero! —repitió Bel una y otra vez—. ¡Vamos a morir! ¡Todos los que han entrado en esta zona no han vuelto a salir!
—Bel, cálmate —pidió José con amabilidad, aunque la chica estaba empezando a ponerlo de los nervios.
—¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir! ¡Por favor no me matéis!
—Bel, relájate.
—¡Que me relaje! ¡Yo estoy muy relajada! ¡¿Tal vez deberías ser tú el que se relaje?! —le chilló Bel al oído, José chasqueó la lengua.
Si no la mataban los niños-indios, lo haría él.
—Callaos, hombres blancos viejos —ordenó uno de los indios.
—¡¿Vieja?! ¡¿A quién llamas vieja, mocoso?! —gritó Bel fuera de sí. El niño se metió los dedos en los oídos, luego hizo una señal a otro de los indios quién le metió un calcetín en la boca.
—Gracias —dijo con sinceridad ganándose una mirada de ira de Bel.
—Ahora, nosotros tener reunión para decidir qué hacer con vo- sotros —explicó ese mismo niño, luego se giró hacia Cris—. Tú ser quemado en nuestro fuego purificador, luego venir buscarte. ¡Hao!
—¿Cómo que hao? ¿Qué es eso de fuego purificador? —preguntó Cris balanceándose de un lado a otro; el niño le dio un capirote en la frente y se marchó seguido de la mayoría de los indios. Solo se queda- ron dos con lanzas vigilándolos—. ¡Socorro!
—¿Y tú eres cinturón negro? —le recriminó José, Cris lo fulminó con la mirada—. Te han dado una paliza unos niños de doce años vestidos de indios.
—¡No veo que a ti te haya ido mejor que a mí! —gritó Cris enfa- dado intentando zafarse de las ataduras, pero los indios guardianes al verlo le empezaron a clavar las lanzas en los costados.
—Al menos a mí no van a quemarme en su «fuego purificador».
—Ya me estoy quieto —bramó Cris frustrado, los niños indios le dieron un par de golpes más y luego volvieron a hacer guardia.
José miró de reojo hacia Bel, la chica estaba intentando escupir el calcetín que le habían metido en la boca, pero sinceramente él prefería que siguiese así. Bel se giró hacia él y pudo ver los ojos llorosos de la joven, al parecer estaba bastante preocupada y asustada.
—Todo saldrá bien, no te preocupes. Seguro con asar a Cris y comérselo se relajaran —opinó divertido al ver a su amigo como un pinchito.
—¡Muy gracioso! —exclamó Cris con sarcasmo, José le enseñó la lengua y se giró hacia Nora.
—¿Estás bien? —Ella asintió y se puso a estirar la mano, alcanzó su bolso y sacó un libro—. ¿En serio?
—Estoy aburrida —contestó ella abriendo el libro donde se encon- traba el marca páginas.
¡¿Que estaba aburrida?! Los habían llevado ahí a punta de lanza, es- taban atados a unas sillas, Bel tenía un calcetín en su boca y Cris estaba atado a una barra de hierro como si de un pollo se tratase, y ¡ella estaba aburrida! Y para mayor problema, sus secuestradores eran los alumnos de primero; ¡joder! que estaban en una zona prohibida de donde nadie vuelve a salir. ¡Está chica no tenía sangre en las venas!
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —le preguntó acercando la cabeza a su cuello, ella dio un respingo al notar su respiración y lo fulminó con la mirada. José no pudo hacer otra cosa que sonreír con picardía, había conseguido ponerla nerviosa.
—¿Y por qué no debería estarlo? —preguntó ella mirándolo a los ojos.
—Porque nos han secuestrado unos indios y nos han llevado a una zona de la que nadie ha vuelto a salir. Puedo prestarte mi hombro para llorar, si quieres. —Se ofreció amablemente, ella le lanzó rayos con la mirada y volvió su cabeza hacia el libro.
—Tranquilo, creo que podré soportar la presión —dijo ella tratando de mostrarse indiferente, por lo que José se acercó a su cuello de nue- vo—. Vuelve a hacer eso y los indios serán el menor de tus problemas.
José sonrió feliz y se apartó de Nora, luego miró hacia Cris que lo observaba atentamente; su amigo sonrió divertido y sacudió la cabeza. José abrió la boca para decirle algo, pero la puerta se abrió y entraron quienes parecían los tres jefes indios; estaba el que los apresó con las plumas rojas y otros dos, uno con plumas de color azul y otro de color verde. El chico de las plumas verdes dio un paso adelante, se aclaró la garganta y comenzó a hablar.
—Bienvenidos presos a nuestros dominios, nosotros decidir ya qué hacer con vosotros. Vosotros trabajar para nosotros, cultivar nuestras tierras y…
El chico indio calló de golpe y se giró horrorizado hacia los otros dos. Los tres formaron un corrillo y comenzaron a hablar entre ellos, aunque de vez en cuando levantaban la cabeza y los miraban. José rodó los ojos, ¿y ahora qué? ¿Los obligarían a vestirse como indios y a tra- bajar desde que saliese el sol hasta que se pusiese? ¿Y qué tierras tenían esos criajos? ¡Esto era de locos! ¡Estaban en un instituto, ¿cómo cojones iban a tener tierras que cultivar?!
El indio de las pinturas verdes levantó la cabeza.
—¿Tú eres…
—Sí —contestó Nora sin dejar que el niño terminase la frase, los tres indios lanzaron un grito de espanto.
—¡Van a matarnos! —exclamó el del gorro azul.
—Puede que todavía no se hayan enterado —dijo el del gorro rojo, pero las luces parpadearon y los tres indios se abrazaron acojonados.
¿Qué carajos pasaba? ¿Por qué de repente ese miedo? ¿Y por qué se han puesto así nada más al escuchar decir a Nora «sí»? Necesitaba una explicación, ¡ahora mismo! Las luces volvieron a parpadear y se comen- zaron a escuchar ruidos, sonaba como algo que se arrastraba por las paredes. Los tres indios se miraron preocupados.
—Puede que  todavía no se hayan enterado —se burló el azul   del rojo,  el de las plumas verdes asomó la cabeza y llamó al res-        to de los indios, por lo que la clase comenzó a llenarse de niños vestidos de indios que apuntaban con las lanzas  hacia  la  puer-  ta—. Con lo que nos costó hacer el pacto, ¡lo has fastidiado todo!
—acusó el de las plumas azules al de las rojas.
José estaba atónito del miedo que tenían, habían dejado de hablar en indio, ¿y pactar con quién? Los golpes se fueron escuchando cada vez más cerca, hasta que, al final, la puerta se abrió. Sin embargo, su sor- presa no disminuyo, ya que quienes entraron fueron dos chicas. Ambas llevaban en las manos un bate de beisbol y mientras una golpeaba con el bate su mano, la otra señalaba con él a los tres jefes indios.
José parpadeó y las observó detenidamente, las dos aparentaban te- ner unos quince años y eran de estatura media. Se fijó bien en ambas chicas, la que apuntaba con el bate tenía el pelo negro recogido en una coleta de donde sobresalían dos mechones sueltos teñidos de azul eléc- trico; llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta heavy en la que decía I´m a bad girl, pero lo que llamó su atención fueron sus comple-
 
mentos; llevaba un cinturón y un guante en la mano izquierda, ambos de pinchos. La verdad es que daba bastante miedo.
La otra chica era rubia, aunque tenía mechas rosas y ojos azules, tenía cierto parecido con Matt si lo pensaba bien; vestía con unas botas negras, unos pitillos negros y una falda roja de cuadros; la camiseta era ancha y mostraba parte de su hombro derecho.
—Podemos explicarlo —dijo el indio de las plumas azules.
—¡Habéis secuestrado a mi hermana! —gritó la morena haciendo que los niños diesen un paso hacia atrás.
¿Su hermana? ¿Quién cojones era su hermana? José miró hacia los lados, allí solo estaban Nora y Bel. ¡Oh, no! ¡Por favor, Jesús, Alá, Buda, Cristo, elefante hindú de seis brazos, Zeus, Afrodita, Poseidón y todos los dioses del mundo, que Nora no sea su hermana!
La morena golpeó con el bate a tres indios y los dejó tirados en el suelo doloridos, los demás se acercaron a ellos y los retiraron de su ca- mino.
—Dafne, tómatelo con calma —pidió Nora apartando la mirada del libro.
¡Joder! ¡Mierda! ¡Ostia, puta! No  solo  la loca esa era la hermana  de Nora, sino que su hermana era Dafne, ¡Dafne! ¡La chica que había lanzado una lata de gas lacrimógeno en la fiesta! Una de las jefas del instituto, una de las jefas de todos estos delincuentes, ¡iba a morir! De esta sí que no salía vivo. Miró hacia la rubia, si la morena era Dafne, esa era Ann. Esas dos eran las únicas chicas con las que no debía tener problemas, y la hermana de una de ellas lo odiaba, ¡genial! Sí, genial. Trató de articular palabra, pero tenía la boca seca y sudaba frío.
—Creo que vamos a tener que re-negociar el tratado —opinó Ann colocando el bate de beisbol tras el cuello.
—Sí, señoras —murmuraron los tres jefes, Dafne sonrió satisfecha.
—Ahora bajad las armas y soltad a mi hermana y al resto —pidió Dafne con tono de orden; el indio de las plumas verdes asintió y le indicó a sus subordinados que los desatasen, mientras que los demás depositaban las lanzas en el suelo.
—¿Podemos entrar ya? —preguntó Matt asomando la cabeza por  la puerta, pero no espero su respuesta y entró en la clase para ayudar  a desatar a Nora.
Ahora que se fijaba bien, Matt y Ann tenían un alto grado de si- militudes. Los dos rubios, los dos con ojos azules, los dos altos y con pinta de extranjeros… ¡joder que eran hermanos! Necesitaba sentarse, buscó una silla y se dio cuenta que estaba sentado en una; bien, pues entonces necesitaba tumbarse en el suelo. Sintió la mano de Evan sobre su hombro, levantó la cabeza y vio cómo su amigo le sonreía; pues claro que sonreía, el muy cabrón. ¡Él no iba a morir a manos de las hermanas de Nora y de Matt!
—¿Te encuentras bien? Estás pálido —dijo Evan acercándose a él y pasándole la mano por delante de los ojos.
¿Que estaba pálido? Claro que estaba pálido, hijo de puta. Acababa de descubrir que la chica que tanto lo odiaba, a la que había apostado enamorar para luego romperle el corazón, era hermana de la mujer más peligrosa que había en ese instituto.
—No te lo vas a creer, pero Dafne y Ann son las hermanas de Nora y Matt —le contó Evan al oído, José lo fulminó con la mirada.
¡¿No jodas?! ¿¡Y lo has descubierto tú solito!?
—Nora, estaba tan preocupado —comentaba Matt mientras estru- jaba a Nora en un abrazo—. Ves, tenías que haber venido conmigo a los ordenadores.
—¡No me la vicies, que luego se pasaría todo el día jugando al jue- guecito ese y no me haría los deberes de Lengua! —exclamó Dafne golpeando levemente a Matt con el bate con la cabeza, el rubio se lo quito de la mano.
—¡No es un jueguecito! —gritó Matt mientras le daba golpecitos en la cabeza.
—¿Bel, cómo te encuentras? —preguntó Helena acercándose a la pelinegra, ella se tiró sobre los brazos de su amiga y empezó a sollozar cosas inentendibles.
—¿Quieres ir a la enfermería? —preguntó Evan, José negó con la cabeza. Cris tomó asiento al lado de él, donde antes estaba Nora; su amigo se acariciaba las muñecas, sin embargo, se giró hacia él con una sonrisa.
—Vaya, vaya… esto se pone interesante —murmuró Cris señalando hacia Nora, Matt y sus hermanas, las cuales estaban exigiéndole a los indios que durante un mes les compraran la comida en la cafetería.
 
—Ahora ya sabemos porque ellos consiguen la comida tan rápido, prácticamente pueden hacer lo que quieran en el instituto —dijo Evan pensativo, José asintió al igual que Cris.
Después de hoy, tendría que replantearse algunas cosas en su vida.
 



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En el texto hay: instituto, locura, humor

Editado: 25.01.2020

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