Sebastián Costa estaba aburrido y solo. Nadie había querido acercarse a él, y bien sabía la razón, y ésa era porque tenía un rostro mal encarado, y medía, a sus diecisiete años, casi dos metros, así como su origen extranjero, pues era irlandés y hablaba un español con un marcado acento.
Había llegado al Gremio del que provenía su madre, hacía no más de tres meses. Sus padres tenían poco más de veinte años viviendo en Irlanda, donde su madre, como representante de Angel Arce, la Reina Bruja, había sido enviada por motivos diplomáticos.
Ahí, su madre, Sophia Costa, había conocido a su padre, un hombre que el mismo Sebastián desconocía, porque él había muerto cuando era pequeño. Sebastián había nacido en Irlanda, mientras su madre cumplía la labor que la Reina Bruja le había encomendado, habían visitado México, durante vacaciones y en periodos cortos de tiempo, pero ahora su madre, que ya había logrado los tratados diplomáticos con las brujas de ese país extranjero, podía volver.
Para Sebastián, este cambio era completamente radical, porque dejaba atrás su país, amigos, escuela y al Gremio y las Brujas que había conocido. Ahora, los resultados, eran que estaba solo y aburrido. Lo único que le quedaba por hacer era ponerse los audífonos para escuchar música; sin embargo, antes de que pudiera ponérselos, escuchó algo.
—Basta, Gibran. –fue la voz de una chica.
Extrañado por la fascinación que sintió al escuchar la voz de esa chica, se volteó en búsqueda de la dueña deesa voz.
—Gibran, no, déjame. –suplicó la muchacha.
—Tú también lo quieres, Freya.
—Dije que no… por favor, Gibran. –lloriqueó ella.
Aunque sabía que no debía de estar escuchando una conversación privada, Sebastián se levantó de su lugar, y se dirigió hacia donde escuchaba las voces que discutían, porque ahora una lloriqueaba y la del otro gemía.
—La señorita dijo que no. –señaló él, cuando vio la escena.
En la que un muchacho se le estaba echando encima a una chica y metía una mano por debajo de la falda y la otra por debajo de la blusa.
—No te incumbe, vete. –amenazó el muchacho, sin siquiera voltear a verlo.
—Desde que ella te dijo que no, sí. –repitió Sebastián.
El muchacho que sometía a la chica, por fin volteó a verlo.
—Quédate ahí, Freya. –amenazó el muchacho, empujando a la chica contra la pared.
Sebastián también lo miró. Con el ceño fruncido, más que de costumbre, imponiendo por completo su estatura y complexión, y a pesar de eso el agresor no retrocedió.
—Será mejor que te vayas, Gibran es… es peligroso. –advirtió la muchacha en voz baja.
—Señorita, venga conmigo. –dijo Sebastián, ofreciéndole la mano a ella, importándole muy poco las amenazas de él y las súplicas de ella para que se fuera.
De pronto, Sebastián empezó a sentir una fuerte opresión contra todo su cuerpo, no era la primera vez que lo sentía, era una opresión mágica, tal como su madre hacía con él cuando quería castigarlo, pero ese joven era más poderoso, casi lo hacía doblar las rodillas, sin embargo, él como hijo de una bruja, sabía cómo evadir estos trucos baratos.
—Todo está bien, señorita, no me pasó nada. –excepto que temblaba un poco.
A pesar de que lo dijo en un tono tranquilo para que la muchacha se calmara, por dentro se sentía como cimbrado. El otro chico era un hechicero poderoso.
Gibran, el agresor, se dio la media vuelta sorprendido de que él siguiera de pie después de su ataque, entonces Sebastián supuso que era porque nadie de los que habían intentado defender a la chica había podido protegerse.
—Señorita, vámonos, le prometo que la cuidaré. -insistió Sebastián una vez más.
—Freya, no te vayas. -pidió Gibran
Freya pasó su mirada de Gibran a Sebastián, una y otra vez, descubriendo así que Sebastián no se iba a ir de ahí si no era con ella.
—No... No puedo quedarme de brazos cruzados, Gibran, él no se va a ir sin mí, y no quiero ver cómo lo lastimas. Me voy con él, Gibran. Hablaremos de esto más tarde.
Dichas las cosas, Freya agarró la mano de Sebastián como si ésta fuera una tabla de salvación y así, sujetos de la mano, se fueron, en silencio, dejando a Gibran atrás, hecho una furia, pero no hizo nada porque él estaba al lado de Freya.
Freya y Sebastián caminaron por un buen rato, ya bien lejos se dieron cuenta de que seguían agarrados de las manos y se soltaron, pero sintiendo pequeños calosfríos recorrer desde la mano que se habían tenido agarradas hasta el brazo y el hombro y el resto del cuerpo.
—No tenías que hacer eso. Sé cómo manejar a Gibran.
—¿Cómo? ¿Dejándote manosear? ¿Casi dejándote violar? -pregunto Sebastián, con un poco de desesperación, eso marcaba más su acento extranjero.
—Gibran no me violaría, él no... -pero la mirada de reproche que Sebastián le lanzó le cortó el habla, haciéndola llorar y sentirse débil de repente, por lo que cayó de sentón contra la banqueta.
—Tranquila. -intentó calmarla, y se quedó a medio camino de ponerle la mano en la espalda para brindarle consuelo-. No quería hacerte llorar.