La luz de la luna alumbraba la selva por completo. Eso quería decir que la Isla ya estaba en otra dimensión, en algún otro tiempo. Sus propiedades y naturaleza eran magníficas. A pesar de todo lo que había ocurrido, el Triángulo seguía su curso. Los árboles, siendo movidos por el viento, eran el hogar de algunos animales como ardillas y búhos, que a esas horas de la noche, parecían más vivos que nunca. Debajo de las inmensas copas, había algunos charcos, donde sapos de gran tamaño croaban en búsqueda de una aventura. La jungla estaba llena de vida.
Un muchacho caminaba por sus arbustos y árboles tranquilamente hasta quedar bajo la luz que lo dejaba ver más allá de su frente. Había un río frente a él, que llevaba directamente a un templo, construido y edificado a la mitad del mismo. Si había un lugar en toda la Isla donde el pirata Geoffrey pudiera estar, que no fuera el Puerto, era aquél. Un templo bastante antiguo, de aspecto japonés, quizás del siglo XVIII.
Dylan no sabía el porque se había ocultado ahí, o porqué razón había permitido que un muchacho como Ben tomara a la mayoría de su gente para sus causas desastrosas, pero lo que sí sabía era que Geoffrey no era un hombre cobarde, o alguien que a la hora de la batalla huía para encerrarse.
Él era la última parte de un pequeño plan que tenía pocos días de haberse elaborado, y si Dylan quería que funcionara, no debería faltar nada. Absolutamente nada. Y eso incluía al líder de los piratas.
El muchacho se detuvo frente al borde de la orilla. El río, a esas horas de la noche, embestía con fuerza a ambos lados del camino. La muralla que rodeaba el templo había sido edificada con el propósito de salvaguardar la vida en su interior. Había conductos por debajo del puente hacia el templo, por donde el agua se filtraba. Debido a la fuerza de su corriente, el ruido que causaba el golpeteo del agua contra las piedras de la muralla sería un perfecto distractor en caso de que algo saliera mal aquella noche.
Pero nada debía salir mal. Si algo fallaba, el plan fracasaría y no habría otro modo de apresurar las cosas. El tiempo era algo clave.
Dylan suspiró, tranquilo. Estaba seguro de lo que estaba haciendo.
Habían pasado exactamente seis días después de la batalla en el Puerto. Aún tenía algunos rasguños, moretones, golpes y quemaduras como secuelas de la misma, pero nada que un buen chapuzón en la Laguna de Cristal no pudiera sanar. Estaba listo para lo que venía.
Después de haber partido del Puerto a la Ciudadela para atender algunos asuntos importantes con cierta persona, Dylan se dirigió junto con los demás Pasajeros a la Nueva Colonia. Detrás de sus grandes campos y cultivos había un lago un poco pequeño, pero con aguas cristalinas que tenían propiedades directamente extraídas desde el Árbol Milenial. Eso les bastó a los demás para convencerse de que podían descansar en sus interiores para así recuperarse en menos tiempo.
Después, planearon el trayecto hasta el Templo. Geoffrey iba a tener a sus más fieles hombres, y también a los más fuertes y rudos. No sería nada sencillo entrar y hablar con él sin disparar.
En cuanto el muchacho llegó al inicio del puente de piedra que conectaba el Templo con ambos lados del camino, se detuvo en seco. Al fondo de dicho puente, justo en la entrada, Dylan logró ver a tres guardias que, al momento de identificarlo, comenzaron a murmurar entre ellos.
—Buenas noches, caballeros —los saludó Dylan al momento de llegar.
Ninguno de los tres lo pensó dos veces. Tomaron las pistolas que tenían y amenazaron al muchacho para que no avanzara un metro más.
—Wow, qué bienvenida.
—¿Qué haces aquí? —escupió el primer pirata.
—Geoffrey dejó instrucciones específicas de pegarle un tiro a cualquiera que metiera sus narices donde no lo llaman —advirtió el segundo.
—Sin excepciones —añadió el tercero.
Dylan asintió con la cabeza lentamente, con una sonrisa incluida.
—Sabía que dirían algo así —el muchacho metió la mano en su bolsillo y sacó una granada de fragmentación que, al momento de verla, alertó a sus contrincantes—. Por eso traje un pequeño obsequio.
Los tres piratas dieron un paso atrás y amagaron con querer disparar sus armas.
—Por favor —una voz se escuchó a unos metros de ellos y Bill apareció, saliendo de las fuertes aguas del río—. No queremos que ocurra una desgracia, ¿o sí?
El segundo pirata se volteó y apuntó a su cabeza, queriendo abarcar más terreno para así no perder la vigilancia, tanto de Dylan como de Bill.
—¿Eres su negociador?
Dylan soltó el seguro de la granada y la mantuvo en su mano.
—¿Me veo como alguien que necesita negociar?
—Chico, basta —terció Bill—. Estos hombres ya recapacitaron sobre sus decisiones.
Los tres piratas bajaron las pistolas y las dejaron en el suelo, alzando las manos indicando que no tenían más con qué amenazarlos. En cuanto Dylan vio que estaban fuera de peligro, guardó la granada en su bolsillo.
—Un pequeño souvenir de Corea —les sonrió.
Bill soltó una carcajada y tomó las pistolas del suelo, guardándolas en su cinturón. Aquella parte del plan había salido bien.
—Llévenos con su líder.
Las puertas del Templo revelaron un patio amplio, con un par de fuentes hechas con piedras de la misma Isla. Sus aguas, cristalinas, reflejaban la claridad de la luna con tanta intensidad como si fuera un espejo. Sus edificios eran bastante llamativos debido a sus techos construidos con baldosas, tradicionales de la cultura japonesa. En las escaleras de cada edificio había mantas, así como cajas de madera rotas por el peso de algunos cañones que habían colocado encima de ellas. De los tres grandes edificios que había se tenían pequeños puentes que enlazaban uno con otro, así como escaleras de madera que había entre ellos. Parecía que alguien quería remodelar el Templo. Al fondo, entre las murallas, había una gran grieta revelando un último puente que daba directamente a un gran barco. Sin duda el de Geoffrey.