Oscuridad. Ni una sola gota de luz. Tinieblas por doquier, y el mismo deseo de querer patear lo que fuera que hubiera debajo de él para poder impulsarse y salir de donde quiera que estuviera para tomar una sola bocanada de aire y llenar sus pulmones de vida.
Eso era lo que sintió James desde el instante en el que entró al agua, sujetando la mano de Dianne, sintiendo el mar como un millón de cuchillas golpeando su cuerpo, y bajo la inmensidad del barco más grande del mundo, hasta el momento, que sería la joya de los viajes en crucero. Una vez más, el ser humano se había equivocado.
James abrió los ojos con rapidez. Se estaba ahogando.
Sintió susto y ansiedad en un instante. No veía nada. La oscuridad lo rodeaba y lo envolvía como si fuera un abrazo demasiado fuerte. Intentó pisar lo que fuera que hubiera debajo de él. No había nada. Estaba flotando en la existencia misma. Sus articulaciones iban despertando poco a poco, ¿cuánto tiempo había pasado debajo del agua? ¿Cuánto tiempo llevaba sin respirar?
Comenzó a moverse. A impulsarse con sus brazos y piernas. Faltaba poco para llegar a la superficie. Diez metros. Cinco. Tres.
¿Por qué sentía que todo aquello ya lo había vivido en alguna ocasión? Recordaba pocos fragmentos de una situación similar. Él nadando, intentando llegar a la superficie para poder respirar, y en cuanto lo había logrado, se vio a sí mismo en medio de un poderoso mar, que llevaba directamente a una isla. Una isla que era diferente a toda isla que pudiera existir.
Eso lo había vivido, y lo tenía bien presente en cada uno de sus sentidos.
En cuanto James arañó la superficie, emergió del agua y respiró profundamente. El aire le quemó los pulmones, pero pudo sentir como cada parte de su cuerpo se lo agradecía.
Estaba vivo. Había sobrevivido al hundimiento del Baptidzo.
—¡JAMES!
Era Dianne. Estaba a tan solo unos metros de él, y se mantenía al flote con ayuda de Luna y Max. Habían sobrevivido juntos a la catástrofe más grande que habían presenciado en sus vidas.
—¿Qué demonios pasó? —preguntó James en un grito—. ¿Y la tormenta? ¿Dónde estamos?
—Definitivamente no en el Triángulo —dijo Max—. No veo la Isla… ni indicios de que hayamos presenciado una tormenta épica.
—¿Llamas a eso algo épico? —preguntó Luna.
—¡Claro! ¿Acaso no fue increíble?
—Ya, ya —musitó James.
Habían vivido algo increíble e imposible. Sin embargo, la duda seguía estando presente. ¿Con qué propósito habían pasado todo aquello? Viajar desde Miami hasta Nueva York para regresar en un segundo a Fort Lauderdale, tomar el Baptidzo y hundirse en el Triángulo de las Bermudas. ¿Cuál era el sentido en todo eso?
—¿Estamos en medio de la nada? —inquirió Dianne.
—Eso parece —observó Luna—, aunque…
La oscura penumbra de la noche los rodeaba. Se podían ver algunas estrellas, pero eso no quitaba el miedo en cada uno de los Pasajeros. Estar flotando en el mar abierto a esas horas de la noche era lo peor que podía suceder si no se tenía tierra, puerto o alguna embarcación en las cercanías.
Luna había intentado responderle a Dianne, pero su mirada se detuvo en algo que se acercaba a ellos con cierta lentitud. ¿Era un barco? ¿Un bote… pesquero?
—¿Ves eso? —Luna sacó una mano del agua y lo señaló.
James, Dianne y Max se giraron sobre sí mismos para poder apreciar lo que la chica estaba indicándoles. En efecto, parecía una embarcación, ni tan pequeña, pero tampoco parecía ser un yate de grandes dimensiones. Era más bien un velero pesquero, de color blanco, que se aproximó hasta ellos en cuestión de segundos.
—¿Hola? —era la voz de uno de sus hombres—. ¿Hay alguien ahí?
—¡Gracias a Dios! —soltó Luna—. ¡Por aquí!
Se encendieron algunas lámparas, así como linternas, y en pocos segundos pudieron observar a la tripulación del velero. Se trataba de algunos hombres que viajaban por ahí como si se tratara de un trabajo del diario. Algunos de ellos tenían barbas demasiado largas, otros, gorros para el frío.
—¡Válgame! —exclamó uno de ellos—. ¡Sáquenlos! ¡Rápido, Twigg, toallas!
Las primeras en subir fueron Dianne y Luna. Se perdieron de vista al instante, y en cuanto lanzaron de nuevo la soga para que James y Max subieran, se escucharon algunos alborotos en cubierta.
En cuanto James puso un pie sobre el velero, dos de los hombres lo embistieron con rudeza y cayeron al suelo.
—¿Qué demon…?
—¡También agarren a ese! —ordenó uno de los hombres, señalando a Max.
—¡Esperen, yo así no juego con…!
Otros dos hombres lo tomaron de los hombros y lo sujetaron en el suelo para amarrarlo con una soga.
—Llévenlos abajo —terció el hombre que se llamaba Twigg—. Y comuníquense con el señor Patrick Heem. Díganle que encontramos a algunos hombres en el Triángulo.
—
Aunque el velero no se veía tan grande, en el piso de abajo tenía un cuarto lleno de camas, y otro donde sólo había cobijas, un colchón viejo, una ventana muy pequeña, y un poco de agua filtrada.
—Es divertido —murmuró Max.
—¿Qué cosa? —preguntó Luna, mirándolo con cierta molestia—. ¿Qué puede ser tan gracioso en un momento como este?
—Bueno… no salimos de una, y ya estamos entrando a otra —terció el muchacho, sonriendo con un poco de sarcasmo.
—Curioso —musitó Dianne—. Patrick Heem…
—¿Sabes quién es? —preguntó James, mirándola.
Él estaba recargado sobre la pared, mirando por la ventanilla.
¿Cómo habían terminado en una situación así? No comprendía mucho, de hecho, no comprendía absolutamente nada. El tatuaje en forma de triángulo; el hecho de no recordar absolutamente nada de quién era, de donde venía; estar conectado de una manera extraña, tanto a Dianne, como a un pasado inexistente; la aparición de aquellos dos muchachos, Max y Luna, que se le hacían un poco familiares pero no sabía las razones; sentir también una relación familiar con respecto a la chica, que no llegaba a entender del todo; haber viajado desde Nueva York hasta Fort Lauderdale en tan solo un par de segundos; y por supuesto, vivir el naufragio más impactante en la historia del siglo XXI… claro, sin mencionar el hecho de que alguien los había rescatado del mar, y ahora los retenían como sus prisioneros.