Solsticio de verano, al final del horizonte,
quince abriles, doncella desnuda del bosque.
Y yo empezando el equinoccio otoñal,
mis once inviernos de inocencia
entre un capullo de ternura
y la brisa verde del Este primaveral.
Acaricie la sonrisa sin tristezas,
al escuchar tus palabras murmurar en mis oídos.
Palabras tan hermosa como su desnudez en un suspiro,
que tocan el alma inocente del horizonte, más allá del sur:
en los cañaverales, en las almendras;
frente a una casa de zinc: de maderas, de palmeras…
y en las cocoteras del valle infinito
y las calles vacías de las aves, de la brisa y de todo.
Y el pasto verde de la pradera, viste de tu belleza.
Nosotros agarrado de las manos;
entre la brisa que mueve tu pelo, las hierbas y tus palabras.
Sin escuchar, miro tu pecho, miro tu boca y pierdo el ocaso.
Siento… puedo sentir la ternura disfrazada de niña.
Orugas de los vegetales caminar por el envés de las hojas:
ahora son mariposas. Ahora son hermosas mariposas volando.
Y cantan las cigarras en los matorrales.
Sonido tan dulce como tu voz.
No entiendo nada… corrí en busca de palabras sabias.
Una vieja paloma blanca arrulla.
No dice nada, solo estorba con su canto.
Veo tu desnudez sobre un tálamo prematuro,
detrás de una cascada de fantasía, te acaricio.
Pero no sientes nada,
no te hago sentir mariposas, ni arrullar arrebolada;
me miras como al alba de las mañanas,
al final del horizonte sin contener mi boca,
sin besar mis labios, sin sentir nada,
erupcionada y tempestuosa.
Toco tu piel descalza, dándotelo todo,
sin saber nada, pero quería más
y yo no sabía qué hacer.