Tintes de Otoño

8. Caty la durazno

Intenté, desde chiquilla, portarme bien, pero me repetía una y otra vez que no me serviría de nada vivir con restricciones si no podría vivir de verdad        

Intenté, desde chiquilla, portarme bien, pero me repetía una y otra vez que no me serviría de nada vivir con restricciones si no podría vivir de verdad. En todos los lugares había restricciones: con el doctor, con mamá, en el orfanato, en la escuela, incluso con mis amigas.

Siempre procuré hacer caso, siempre me preocupé por hacerlo todo bien, por no lastimarme con el sol, de usar mis cremas... pero si obedeciera a mamá en todo lo que pide, ¿qué sería de mí ahora? Seguro no tendría los lunares rosas, seguro no tendría ronchas, pero seguiría sin poder dormir. Seguramente sería perfecta, con mi piel blanca de porcelana, pero ¿y mi vida?

Si le hiciese caso a mamá, muchas cosas buenas hubieran pasado en un interior, pero no hubiera vivido realmente. ¿De qué sirve ser perfecta si no lo sientes? Me sentiría insatisfecha. No habría pasado nada, no hubiera conocido a Jack, no hubiera tenido mis mil aventuras con Clark, no hubiera sido feliz.

Ése es el punto de la vida.

Así como dijo y descubrió John Lennon. Nosotros vinimos al mundo a ser felices.

Si le hubiera hecho caso a mamá, si hubiera vivido encerrada, no hubiera sido feliz.

Mamá se había decepcionado y me dejó fuera, sin armas, sin defensa, sin fuerzas. Y ahí permanecí. Era incapaz de entrar por la puerta, tenía miedo.

Pero luego tuve las fuerzas de hacerlo.

Entré a casa, mamá estaba en el comedor con una masa a medio amasar. Sus mejillas estaban manchadas de harina y papá se hallaba en su estudio, seguramente escribiendo.

Cuando los ojos de mamá me encontraron, regresó su mirar a la masa de forma indiferente.

Ahí supe que no había oportunidad, lo mejor era irme. 

Pero cuando puse pie en el primer escalón, la voz de mamá habló.

—Jack vino a buscarte, junto con Peter —empezó a decir—, ahí me di cuenta que no estabas, ¿sabes qué me molesta más que que me hayas desobedecido, Emma? Que te pudo haber pasado algo y tal vez yo sería la última en saberlo, yo soy la irresponsable por no saber dónde está mi hija y a qué hora. Ése es el problema, Emma.

No dije nada, mamá calló y volvió a amasar, luego subí para encerrarme en mi habitación y terminar sentada en la hamaca, observando por la ventana. Pronto, mi celular vibró.

Un número desconocido me marcaba.

La música instrumental de  Happy Working Song sonó, retumbando mis oído, saqué el dispositivo para colocarlo en la oreja y contestar.

Casi nunca recibía llamadas, mucho menos de gente desconocida.

—¿Emma? —la voz de Jack apareció al otro lado de la línea.

—¿Jack? —pregunté esbozando una sonrisa.

—El mismo —imaginé su sonrisa y sus hoyuelos—, lamento haberte metido en problemas, no era mi intención...

—No te preocupes, fue mi culpa, Jack —claro que lo era, pero tampoco era una cosa tan mala.

—Fui a buscarte y tu madre, al ver que no estabas, en verdad se molestó...

—Siempre se molesta, aquí entre nos, es demasiado gruñona.

—Así que me dio tu celular... supongo que ya hablaste con ella.

—Sí, lo hice, o bueno, ella fue la que habló.

Hablamos un rato más de las reacciones de mamá para quedar que el fin de semana nos veríamos.

Y se volvió a hacer el silencio en la habitación.

Realmente no me incomodaba el silencio en ninguno de los sentidos, aquí el problema era que el silencio, en ese momento, era como una voz susurrada que me juzgaba y hacía sentir mal, a ese paso pronto llegó el sábado, mamá me daba silencio, y ese sábado, mientras me aplicaba el maquillaje frente al espejo, sentada en la silla, papá irrumpió, entró, se sentó en la orilla de la cama y me observó, yo lo veía a través del espejo.

—Emma, tú y mamá no pueden estar así.

Sí, era verdad, no podíamos estar así, pero ¿qué se supone que haría? Cuando mamá se enojaba no había quien la contentara, si ella se enojaba sola, se contentaba sola. No había nada que hacer más que esperar, y papá lo sabía, sólo que odiaba que discutiéramos.

Y se lo hice saber.

Me senté junto a él, lo observé, me humedecí los labios, sujeté mi cabello largo y blanco en una cola de caballo baja, y añadí:

—No hay nada que hacer, tú conoces a mamá mucho mejor que yo.

Papá guardó silencio, asintió con la cabeza, se levantó, me dio una última mirada en la que me dio un afirmativo y se fue cerrando la puerta.

Volví a quedarme sola. Tomé mi celular, Jack ya estaba yendo hacia el parque, se tardaría unos veinte minutos en llegar. Cambié la pijama por el short y una blusa amarilla, hice mi cabello en una cola más alta, bañé mi cuerpo en perfume y salí de la habitación cerrando la puerta.

Bajé los escalones a zancadas, mamá estaba horneando las galletas que no me atrevería a comer, sólo serían de papá, él estaba sentado en la sala con un libro en las manos: Las Aventuras de Sherlock Holmes.

—¿Adónde vas, princesita?

Su voz resonó, mamá no nos observó. Hice una mueca incómoda.

—Al parque.

Papá también hizo una mueca.

—¿Te pusiste crema?

—Sí.

—¿Bloqueador?

—Sí.

—¿Llevas el diminuto?

—Sí.

Papá me dejó salir, guardé mi celular en la bolsa y caminé en dirección al parque, esta vez estaría con Jack y Peter, los hermanos Murphy. Los chicos con apellido de mala suerte que atraen la buena suerte.



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En el texto hay: colores, romance, obsesiones

Editado: 07.01.2021

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