Tintes de Otoño

Espacial #3

Toda mi vida me había visto sumergida en un estanque de egoísmo. Era yo contra el mundo. critiqué a todo ser que se movía y. un día, al despertar en la cama de un hospital, me di cuenta de que... estaba mal. No se trataba de solamente yo. Tenía una amiga, una única amiga, la única que me soportaba a pesar del monstruo que demostraba ser.

Había encontrado el amor y ¿ese amor tan grande merecía el egoísmo? ¿Las personas que te aportaban lo bueno merecían tanto egoísmo? Entonces recapacité.

No he cambiado del todo, no soy un ángel puro y bueno, no estoy hecha de amor y tampoco vivo en un mundo rosa con hadas madrinas. Intento ser lo mejor para todas las personas que me rodean.

Una vez, Albert Einstein dijo: hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; ya no estoy tan seguro sobre el universo. Soy la prueba viviente de esas palabras. Emma lo sabe y podría decírmelo a la cara.

Soy mala madre, fui mala hija, mala nieta, mala novia y mala... mala en todo. Podía hacer una lista de todos los días de mi vida y enumerar un sin fin de cosas por los que soy mala. Cuando Adrián quiso adoptar, lo cual se me hizo una muy linda acción, nunca me vi capacitada para hacerlo.

Me daba miedo ser madre y todas las noches, le digo las mismas palabras a Adrián:

—Yo te dije que no sería buena madre. Soy mala en todo lo que hago e hice. Tal vez soy incapaz de demostrar mi amor.

Y Adrián siempre respondía de la misma forma, acomodando sus lentes y observándome con esa dulce mirada que desborda amor, que, una chica como yo, no lo merecía en lo absoluto.

—No es así, Zoé. Eres una madre excelente, es por eso que a veces Emma se molesta.

Entonces me daba un beso en la frente, uno en la mejilla y otro en los labios.

Clark estaba con nosotros en la mesa, Adrián lo observaba con los celos desbordando en cada parte de él. Todo estaba en silencio y en ese silencio me recriminaba. ¿Había sido muy dura con Emma? Tal vez me merecía que no me hablase.

Cuando volví a aterrizar en el presente, Adrián se reía de algo que Clark había comentado. No tenía idea de qué había sido, pero esbocé una sonrisa por ver a mi pareja de esa forma.

Emma estaba por llegar a casa, escuché sus indistinguibles pasos caminando por la cera, su voz cascabeleaba desde fuera y jugaba con las llaves en sus manos.

—Oh, gracias por acompañarme, tu compañía ha sido fantástica, sin tus preguntas y pláticas me habría muerto antes de llegar —comentó con una voz baja. ¿Iba acompañada o por fin la locura arrasó con ella?—, sí, nos vemos hasta que nos volvamos a necesitar —definitivamente había enloquecido.

Emma insertó la llave y entró. Cuando nos vio, me percaté de que todavía seguía sonriendo, así que disipé ese sentimiento y volví a ser mi yo sombría. A Emma le disgustó eso, yo me levanté para ir a la cocina.

Desde que había entrado a la universidad desarrollé una manía (después de la muerte de la abuela) por hacer postres cada vez que me sentía mal, lo cual era muy a menudo, tenía uno distinto por cada sentimiento. Galletas de nuez, las que iba a preparar, eran por sentirme desbastada. Más que nada, una madre terrible.

Clark le preguntó a Emma si podía hablar, por lo que Emma, mientras sentía su mirada sobre mí, le respondió, secamente:

—En mi habitación.

Luego desaparecieron y me quedé sola con Adrián. Amasé el material que tenía en mis manos, con fuerza.

—Tranquila, Zoé, seguro Emma está en sus días —se apresuró a decir Adrián.

—Sí, claro, lo que sucede, Adrián, es que me odia.

—No, no te odia, eres su madre.

—Tal vez no me ve así, la adoptamos, es libre de decir si soy o no su madre —respondí con vehemencia.

—Eso no es cierto —rezongó, levantándose. Caminó a mí y me tomó de las caderas. Estiró una mano y tomó un poco de harina para embarrármela en el rostro.

Adrián era el único que podía hacerme reír cuando me sentía de esta forma. Sus abrazos eran como una medicina que nunca termina de ser indispensable; sus besos eran sus poemas dedicados a mí y sus palabras, por más estúpidas que llegasen a ser, eran como cuna que me mecía de un lado a otro.

Así era Adrián, era el hombre ideal para el momento ideal como no ideal.

No sé cuánto tiempo duré en sus brazos, bañando su cuerpo en lágrimas saladas, cuando escuché el sonido más familiar de la casa: Emma se estaba asfixiando.

Me solté del agarre de Adrián y eché a correr, Adrián, como siempre, tardó un poco más en darse cuenta de lo que estaba sucediendo, así que corrió tras de mí con la misma desesperación. Si no llegaba a tiempo, no podía salvar a mi bebé.



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En el texto hay: colores, romance, obsesiones

Editado: 07.01.2021

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