Tintes de Otoño

41. Chalalalalá

Oscuridad en una noche eternaOscuridad en una noche eterna. Larga, rasposa y poderosa. Llena de dudas y soledad. Tara y la señora Owlman se habían ido yace horas pasadas. Cuando regresé de mi paseo, al abrir la puerta de la entrada, ambas chicas estaban bajando sus maletas para dejar la casa.

Tara me tomó del brazo para llevarme al interior, una vez ahí, me abrazó. Yo correspondí a su abrazo.

—Nos veremos pronto, pequeña Emma.

Dicho eso, la señora Owlman salió de la casa, tras de ella Tara y mamá. Yo las seguí, sujetando mi bolsa. Una vez en el jardín principal, donde árboles rodeaban la casa, el césped relucía a pesar de la escasa luz, el camino de piedra ante mí y la cerca de madera. Mamá abrió la puerta del vehículo y ambas chicas dejaron sus cosas en el interior.

—No sé cómo agradecer —musitó la mujer—, nos das alojo, nos ayudas con el problema e incluso nos vas a dejar.

Mamá esbozó una sonrisa y se encogió de hombros. Meneé mi mano para despedirme de Tara y regresé al interior cuando mamá se subió al asiento del conductor. Papá estaba en su estudio, la puerta a la derecha después de cruzar el pasillo de la planta superior.

Avancé por el pasillo que pocas veces crucé. Era más oscuro que el resto de la casa, tenía pequeñas luces tenues colgadas en las paredes. El piso era de madera y mis pasos hacían eco mientras avanzaba. Por fin di con la puerta, toqué tres veces con mis nudillos y aguardé a la indicación.

Llevé mis manos atrás y me mecí sobre mis pies.

—Adelante, patito.

Tomé al perilla y la giré para seguido empujar la puerta con delicadeza. Asomé mi rostro y divagué con mis ojos por la habitación. Papá estaba sentado delante de la puerta, con la computadora delante, hojas desperdigadas por todas partes y dos sillas delante de él.

Papá me sonrió e indicó, con sus ojos, que tomara asiento en uno de esas cómodas sillas ante él. Abrí la puerta para pasar y seguido cerrarla, intentando hacer el mínimo ruido posible.

Avancé hasta las sillas, donde tomé asiento y observé a papá, quien retiró sus lentes y los dejó sobre el escritorio.

—¿Qué te trae por aquí, princesa?

En realidad no había nada en particular, ha decir verdad. Mamá se había ido junto a nuestras visitas y me había quedado sola...

Me encogí de hombros y observé el lugar. Todo parecía sofisticado. Todo era de un color madera rojizo, la luz era amarilla. A los costados se hallaban muebles de madera repletos de libros, hojas, adornos y fotografías enmarcadas. Había varias de mí. Cuando tenía trece y recién había sido adoptada, hasta hoy... al igual que de mamá.

—Nada, estaba aburrida —respondí, esbozando una diminuta sonrisa.

Papá asintió lentamente y se agachó, aún sentado en su silla negra que daba vueltas. Abrió un cajón y sacó un cuaderno con manchas de colores, como acuarelas.

—¿Sabes cuál es la mejor solución al aburrimiento?

Dejó el cuaderno delante de ambos, en la zona despejada del escritorio. Sus labios curvearon una sonrisa ladina. Yo me limité a negar con la cabeza.

—La escritura —comentó—, cuando dejas volar tu imaginación nada vuelve a ser aburrido.

Tal vez tenía razón. Tal vez. Nunca fui una chica de mucho escribir o leer, era de música.

Observé a papá un tanto confundida.

—Inténtalo —pidió, empujando lentamente el cuaderno de colores hacia mí—. Escribe todo lo que quieras aquí. Es tuyo.

Eso hice, o, bueno, lo intenté.

La noche me parecía eterna cuando me senté sobre la hamaca y ya habían pasado horas. El cuaderno estaba sobre la cama, haciéndome guiños. Esperé a que algo mágico surcara mi cabeza. Me subí sobre la alfombra y volé al mundo que había creado junto a Clark, pero la noche seguía siendo pausada, lenta y atroz.

Por fin me digné a sentarme sobre la cama y tomar el cuaderno. Mis manos rozaron la tapa con colores y decidí plasmar todo aquello que sentía. La linda historia de La Princesa del Sol y El Príncipe Azul surgió en ese cuaderno.

Tomé la pluma de gel azul que tenía en la mesita de noche, me senté en flor de loto sobre la cama y acomodé el cuaderno en mi regazo.

Clark, rodeas mis pensamientos y vagas como un ente en mi cabeza. A veces temo enloquecer (o que ya lo estoy).

Las palabras fluían de mi cerebro a mi mano. De esa forma, sin pensar, plasmé miles de palabras. Así la noche se pasó mucho más aprisa, tranquila y llena de aventuras.

🍁

—¿Qué haces? —inquirí con sorpresa cuando Mía agarró mi cabello por detrás con una fuerza descomunal.

—Quieta —exigió mientras sus frías manos tomaban mi cabello blanco y lo jalaban.

—¿Vas a decirme qué haces con mi cabello, Rosada?

La risa de Ella es sencilla de reconocer. Se carcajeó detrás de mí y eso me preocupó un poco porque Ella siempre se ríe. Si Lissa se ríe entonces me preocupo.

Alex se sentó delante de mí con un pote de helado. Alex no tiene hora para consumir helado o cualquier otra cosa. Aunque insiste en comer sanamente. La verdosa tomó asiento junto a mí, mirando a Mía con el ceño fruncido y las cejas juntas.

—¿Por qué le pones eso? —inquiere.

—Es un regalo —responde Mía, chasqueando la lengua.

¿Un regalo? Bueno, Mía siempre ha sido de darnos regalos, comprarnos algún detalle, como esmalte, labial y esas cosas. Pero a todas. Que me haya agarrado el cabello así sin más, me descolocó bastante.

Intenté girar para verme, pero Mía negó con la cabeza y me obligó a observar a Alex, quien comía plácidamente, perdida en un mundo lejano al de la Tierra.



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En el texto hay: colores, romance, obsesiones

Editado: 07.01.2021

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