La Sangre, Primero
El olor a salitre se le metía en la garganta, un sabor a puerto podrido que era el único aroma a hogar que Damián recordaba. La lluvia fría y oblicua de la ciudad portuaria golpeaba los cristales sucios del almacén, difuminando las luces de los muelles como manchas de aceite en el agua. Aquí, en su fortaleza de hormigón y herrumbre, era un rey. Un rey con la corona manchada de grasa y el cetro hecho de miedo.
Dos hombres se tambaleaban delante de él, sostenidos a duras penas por los tipos grandullones que trabajaban para Damián. Uno, un traficante de armas serbio llamado Kovač, tenía la cara convertida en una máscara de carne cruda. El otro, un contable al que le temblaban las manos incluso en los buenos tiempos, lloriqueaba, un hilo de mocos y sangre colgándole de la barbilla.
—La cosa es simple —dijo Damián. Se acercó, las manos enfundadas en unos guantes de cuero negro que ya empezaban a mancharse. No levantaba la voz. Nunca levantaba la voz. El que grita, ya ha perdido—. Me deben más que dinero. Respeto.
El contable intentó hablar, pero solo salió un gemido. Kovač lo miró con desprecio, escupiendo un diente rojo al suelo de cemento.
—Damián, podemos… —empezó el serbio.
Damián no le dejó terminar. Un movimiento rápido, seco. La llave de tubo que sostenía relució bajo la tenue luz y encontró su sitio justo debajo de la rótula de Kovač. El crujido fue húmedo, sordo. El grito del serbio se ahogó en la garganta cuando uno de los matones le tapó la boca con una mano del tamaño de un jamón.
—No —dijo Damián, agachándose hasta quedar a la altura del oído de Kovač, que se retorcía de dolor—. No puedes. Has hablado con los italianos. Has creído que mi territorio estaba blando.
Se enderezó y se dirigió al contable, cuyo llanto se había convertido en un hipo convulsivo.
—Y tú. Tú les diste los números. Les mostraste dónde estaba la sangre.
Era una farsa. Todo esto. Damián lo sabía. Kovač probablemente era inocente. El contable, sin duda. Pero el mensaje no era para ellos. El mensaje era para los hombres que los observaban desde la penumbra, los mismos que ahora los sujetaban. La paranoia era un zumbido constante en su cerebro, un sistema de alarma que nunca se apagaba. La traición no era una posibilidad; era una ley física, como la gravedad. Y la única manera de retrasarla era demostrando, una y otra vez, que él era la fuerza más implacable, la gravedad más pesada.
Ordenó el castigo final con un leve movimiento de cabeza. No quiso verlo. Se dio la vuelta y caminó hacia su oficina, un cubículo de cristal blindado en una esquina del almacén. Los sonidos quedaron apagados por el cristal, pero los imaginaba. Los había imaginado mil veces, con su propia cara en lugar de la de ellos.
Su teléfono, un modelo antiguo y blindado, vibró sobre la mesa de acero. Un número desconocido. Solo unos pocos lo tenían. La paranoia zumbó más fuerte. Descolgó.
—Habla.
—Es esta noche —dijo una voz quebrada, un susurro de agonía—. Tus hombres… Marco… están con ellos. Te van a…
Un disparo seco al otro lado de la línea. Luego, silencio.
Damián no se inmutó. No sintió ira, ni miedo. Solo una profunda, agotadora certeza. Ya está. La gravedad había vencido. Colgó. Su mano, por primera vez en años, tembló ligeramente. No por él, sino por la previsible estupidez de todo. Abrió el cajón de la mesa. Junto a una 9mm Heckler & Koch, había una fotografía descolorida. Una mujer riendo, con el sol en el pelo. Un recuerdo de otra vida, de otro hombre que había muerto hace mucho tiempo. La guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Sabía cómo iba a ser. Lo entrarían por la espalda, en el aparcamiento. Rápido. Eficiente. No había salida. Su fortaleza era su tumba. Respiró hondo, el aire cargado de metal y miedo. Se levantó, se ajustó el nudo de la corbata barata. Un rey debe morir con la corona puesta, aunque esté torcida.
Al salir del almacén, la lluvia le golpeó el rostro. Los faros de un coche se encendieron a lo lejos, cegándolo por un instante. No hizo ningún gesto. No corrió. Caminó hacia la luz, sintiendo las sombras moverse a su alrededor. El último pensamiento que tuvo, antes de que el primer impacto le destrozara la espalda, no fue de su imperio, ni de su dinero. Fue de la mujer de la fotografía, y de la luz que ya nunca volvería a ver.
El Amanecer de un Extraño
El dolor fue lo primero. No el dolor agudo y final de los balazos, sino un dolor sordo, profundo, como si cada músculo hubiera sido desgarrado y vuelto a colocar por un manitas torpe. Luego, la luz. Demasiada luz. Un resplandor blanco y dorado que se filtraba a través de sus párpados cerrados.
Damián abrió los ojos. O intentó abrirlos. Pesaban como plomos. Parpadeó, deslumbrado.
No estaba en el aparcamiento. No estaba en el infierno, a menos que el infierno oliera a limón pulido y sábanas de algodón egipcio de mil hilos. Estaba tumbado en una cama. Enorme. Blanda. Una cama que parecía engullirlo.
Con un gruñido que sonó extrañamente débil, se incorporó. El mundo giró. Se llevó una mano a la sien y la encontró cubierta de un sudor frío. Pero la mano… la mano no era la suya. Era más delgada, con los nudillos menos prominentes, la piel suave, sin las cicatrices que él conocía como la palma de su… de su otra mano.
Se miró los brazos. Delgados, pálidos. De oficina.
El corazón le dio un vuelco, un golpe seco de puro pánico animal. Se arrastró fuera de la cama, las piernas flojas como de trapo, y se apoyó en una mesilla de noche de madera Susana y diseño imposible. Frente a él, un espejo enorme enmarcado en plata.
Y el rostro que lo miraba desde el cristal no era el suyo.
Era la cara del filántropo. De repente, una imagen fugaz asaltó su mente, ajena y vívida: la risa de un niño en una aldea polvorienta, el calor del sol africano en la piel. La sensación era tan pura, tan... buena, que le provocó asco.
Editado: 02.10.2025