Tiranía del bien

CAPÍTULO 1 (Continuación)

El Primer Aliento del Extraño

La primera hora fue de puro instinto animal: reconocer el terreno, identificar las salidas, los puntos ciegos, las armas improvisadas. Se arrastró por la suite como un animal herido, cada músculo de su nuevo cuerpo protestando con un dolor sordo. La habitación era un ataúd de lujo. Penthouse. La palabra le vino a la mente, un término ajeno, de revistas que nunca había leído. Las paredes eran de un blanco cegador, el mobiliario una colección de ángulos rectos y superficies pulidas donde un hombre podría cortarse.

Abrió un cajón de la mesilla. En lugar de una 9mm, encontró un par de gafas de lectura, un bálsamo labial y un libro de poesía. Lo arrojó contra la pared con un gruñido de frustración. El sonido del impacto fue decepcionantemente suave.

Se dirigió a la ventana, apartando una cortina de un material que parecía seda pero que pesaba como plomo. La vista le cortó la respiración. No era el horizonte de grúas y tejados de uralita de su ciudad portuaria. Era un bosque de cristal y acero, rascacielos que se elevaban como agujas frías hacia un cielo de un azul despiadadamente limpio. La metrópoli financiera. El reino de Daniel. Desde esta altura, el mundo parecía ordenado, silencioso. Una mentira perfecta.

El estómago le rugió, un recordatorio visceral de que este cuerpo necesitaba combustible. En la cocina, todo era acero inoxidable y superficies de mármol blanco. Abrió la nevera. Agua embotellada, batidos verdes, yogur ecológico. Nada que un hombre pudiera masticar. Nada real. Encontró una barra de pan integral y la mordió con desprecio. Sabía a serrín y virtud.

Su reflejo lo seguía desde cada superficie brillante. Daniel. Cada vez que lo veía, un escalofrío le recorría la espina dorsal. Era como llevar un traje hecho de la piel de otro. Un disfraz de primera categoría. Se acercó al espejo del baño, más grande que la puerta de su antiguo almacén. Se estudió. Los ojos azules, ahora inyectados en sangre, tenían una expresión que nunca había pertenecido al filántropo: una mezcla de paranoia y cálculo frío. Se tocó la mejilla. La piel era suave, bien cuidada. Débil.

—Treinta días —susurró su nueva voz a su reflejo. El sonido era extraño, como si otra persona estuviera hablando justo a su lado.

La paranoia, su fiel y venenosa compañera, empezó a tejer sus hilos. Si él estaba aquí, en el cuerpo de Daniel, ¿dónde estaba el verdadero Daniel? ¿Había ido a parar a su cuerpo destrozado en el aparcamiento? La idea era a la vez grotesca y fascinante. Y luego, la pregunta crucial, la que hacía que sus nuevos y débiles músculos se tensaran: ¿Quién había hecho esto? ¿Y por qué?

No fue una pregunta filosófica. Fue táctica. Alguien tenía el poder de jugar con la vida y la muerte, de intercambiar almas como si fueran piezas de un tablero. Ese alguien era ahora la variable más peligrosa, un dios caprichoso observando su experimento. Pero Damián no creía en dioses. Creía en patrones, en poder, en intereses. Esto no era un milagro. Era un movimiento. Y todo movimiento dejaba un rastro.

Su mirada cayó sobre un elegante teléfono móvil de cristal y metal que descansaba en una base de carga sobre la encimera. El arma más peligrosa en esta nueva guerra. Lo deslizó. Pidió una huella dactilar. La pantalla se desbloqueó al instante. Idiota, pensó Damián con un destello de desprecio. Confía hasta en la tecnología.

Los primeros minutos los dedicó a Daniel. Correos electrónicos llenos de palabras como "sinergia", "legado" e "impacto social". Invitaciones a galas de beneficencia, mensajes de admiradores, notas de su secretaria sobre reuniones con políticos. Era la vida de un hombre que creía que el mundo podía arreglarse con dinero y buenas intenciones. Una vida de una ingenuidad que resultaba obscena.

Luego, buscó lo que realmente importaba. Las finanzas. Aplicaciones bancarias, carteras de inversión. Las cifras que aparecían en la pantalla le hicieron contener el aliento, incluso a él, que había movido millones en efectivo sucio. Esto era diferente. Esto era riqueza legítima, poder estructural. Era como cambiar una navaja por un misil nuclear.

Y entonces, lo encontró. Una carpeta en el escritorio digital etiquetada simplemente como "Consejo". Dentro, actas de reuniones, informes, perfiles de los miembros de la junta directiva de la fundación de Daniel. Hombres y mujeres con sonrisas de dientes blancos y trajes caros. Leyó entre líneas, buscando el lenguaje universal de la avaricia: frases ambiguas, objeciones soterradas, votaciones ajustadas. Aquí estaba. El olor de la traición, familiar como el olor a su propio sudor después de una paliza. No era la traición sangrienta y directa de sus matones. Esta era una traición limpia, de despacho, pero igual de mortal. La que aprieta el gatillo con una mano enguantada de seda.

Una notificación apareció en la pantalla: "Recordatorio: Almuerzo con Sra. Vanessa Stern. 13:30. The Skyview Restaurant."

Vanessa Stern. Una de las nombres en los informes. Vicepresidenta del consejo. La más ambiciosa de todas, según las notas de Daniel. "Hay que vigilar a Vanessa. Su visión es demasiado… agresiva para nuestra misión." La misión. Damián sonrió, una mueca torcida que no encajaba en el rostro de Daniel. Ahora la misión era otra.

Se miró en el reflejo del teléfono apagado. Tenía unas horas para aprender a caminar, hablar y gesticular como Daniel. Para domar sus propios instintos, para ocultar al depredador bajo la piel del cordero. No era el momento de esconderse. Era el momento de salir a cazar.

Se dirigió al armario. Estaba lleno de trajes de corte impecable, en tonos claros, grises perla y azules cielo. Se vistió con uno, sintiendo la tela suave y cara como una segunda piel alienígena. La corbata se le resistió, sus dedos, acostumbrados a manejar llaves de tubo, eran torpes con el nudo de seda. Al final, consiguió algo aceptable.




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