Tiranía del bien

CAPÍTULO 2 - LA MUJER PERFECTA

La primera regla sobre sobrevivir en un cuerpo que no es el tuyo: la memoria muscular es una mentira. Tus propios reflejos te traicionan. Quieres girar una llave con fuerza, pero estos dedos de pianista solo saben de presión suave. Quieres caminar con la espalda recta, desafiante, pero esta columna está acostumbrada a curvarse en gestos de condescendencia amable.

Me miré en el espejo del ascensor, un prisma de acero pulido que distorsionaba la imagen de Daniel Corvin en un hombre más alto, más delgado, más cruel. La sonrisa que ensayé fue un fracaso. Demasiados dientes. La sonrisa de Daniel, según las fotos de su teléfono, era una cosa cálida y húmeda, como una toallita caliente que te ponen en la mano en un spa de lujo. Mi sonrisa era el filo de un cristal roto.

El ascensor descendía en un silencio tan profundo que podía oír el zumbido de la mentira en mis nuevos oídos. Treinta días. Un mes para desentrañar la conspiración que había matado a este santo de pacotilla. Un mes para encontrar a los hombres que me habían tendido a mí, Damián, en ese aparcamiento. Era un plazo generoso. En mi vida anterior, había organizado desapariciones más limpias en una tarde.

Las puertas se abrieron a un vestíbulo que parecía diseñado por un psicópata con fijación por el mármol blanco. Todo era tan brillante y estéril que apestaba a dinero limpio, a virtud recién lavada. Un portero con uniforme de almirante me sonrió.

—Buenos días, señor Corvin. ¡Qué bien verlo recuperado!

Asentí con una versión de la sonrisa-toallita-caliente. Recuperado. Porque, al parecer, Daniel había estado "indispuesto" los últimos días. Una gripe, tal vez. O el remordimiento por ser tan jodidamente adorable. Mi sonrisa se congeló. ¿Y si su "indisposición" había sido el primer intento? ¿Un veneno de acción lenta que no surtió efecto del todo? La idea me gustó. Le daba un toque más íntimo a la traición.

Un coche esperaba en la entrada. No el tipo de coche que yo conocía—grande, negro, blindado—sino un vehículo eléctrico, silencioso y con forma de huevo pulido. El conductor era un hombre joven con una sonrisa que prometía lealtad orgánica y café de comercio justo.

—The Skyview, por favor —dije, y mi voz sonó extrañamente alta en el espacio acolchado.

Mientras la ciudad, limpia y ordenada como un catálogo de IKEA, desfilaba por la ventana, rebusqué en el teléfono de Daniel. No en sus emails, sino en sus notas privadas. Todo hombre tiene una caja de pandora, incluso los santos. La de Daniel estaba escondida detrás de una aplicación de meditación. Password: «Serenity1». Patético.

Y allí estaba. No confesiones de vicio o deudas ocultas. Eso habría sido humano. Eran listas. Listas de metas personales. «Abrazar a 5 personas al día.» «Donar el 0.7% adicional de los beneficios a microcréditos en Botswana.» «Sonreír más al personal de limpieza.» Leí eso y sentí que el cuchillo de coche que llevaba escondido bajo la axila me llamaba, su filo frío prometiendo una verdad más honesta que toda esta mierda.

Luego, encontré una carpeta encriptada. La contraseña no era «Serenity2». Probé «Vanessa». Error. Probé «V.Stern». Error. Sonreí. Algo se escondía aquí. Introduje «Miedo». Error. Finalmente, probé con «Impostor».

La carpeta se abrió.

No eran fotos comprometedoras. Eran evaluaciones psicológicas. Informes de terapeutas. Daniel Corvin, el hombre que lo tenía todo, pagaba a un ejército de psiquiatras para que le ayudaran a lidiar con una ansiedad paralizante, un sentimiento crónico de fraude. «Síndrome del impostor», decía un informe. «El paciente manifiesta un temor constante a ser descubierto como un farsante, a que su bondad sea percibida como una estrategia.»

Cerré los ojos. La ironía era tan densa que podía saborearla, como metal en la boca. Él se sentía un farsante por ser bueno. Y yo era un farsante por ser malo en su cuerpo. En el gran esquema de las cosas, quizás éramos la misma mierda, solo que con distinto perfume.

El Skyview Restaurant estaba en la planta 60 de otro rascacielos de cristal. Un lugar donde la gente iba a verse a sí misma reflejada en las ventanas, recortada sobre un cielo que ellos creían dominar. Me llevaron a una mesa donde ya me esperaba una mujer.

Vanessa Stern era el tipo de belleza que duele: impecable, cara, y tan fría que hacía que el aire acondicionado pareciera una brisa tropical. Llevaba un traje pantalón blanco que probablemente costaba más que el primer coche que yo había robado. Su sonrisa era rápida, profesional, y no llegaba a unos ojos que calculaban el valor de todo lo que veían, incluido yo.

—Daniel, cariño. ¡Qué alivio verte! —Su voz era suave, pero tenía el filo de una tijera de cirujano—. La última vez que hablamos estabas… alterado.

—Solo un bajón —dije, esforzándome por imitar el tono apacible de Daniel. Me senté, sintiendo cómo el cuchillo me presionaba la costilla, un recordatorio tranquilizador—. Nada que una buena noche de sueño no solucione.

—Hablabas de conspiraciones, Daniel —susurró ella, inclinándose hacia delante como si compartiera un secreto. Su perfume era amaderado, caro—. Decías que alguien del consejo quería sabotear el proyecto de la Fundación para el Agua Limpia. Que tenías pruebas.

Ahí estaba. La trampa, servida en un plato de porcelana fina. Yo no tenía pruebas. Pero ella acababa de confirmar que Daniel las tenía, o que creía tenerlas. Y que su "alteración" había sido el pánico de un hombre que veía venir su propio asesinato.

—El estrés, Vanessa —dije, con una sonrisa débil—. Ya sabes cómo me pongo. A veces la carga de hacer el bien… abruma.

Ella estudió mi cara. Sus ojos, del color del acero, escarbaron en los míos. Yo mantuve la mirada, dejando que viera solo la superficie plana y tranquila de un lago. Debajo, el depredador esperaba.

—Por supuesto —dijo finalmente, recogiendo su copa de agua—. Pero ahora que estás mejor, debemos hablar del voto. La fusión con AquaSphere no puede esperar. Es por el bien mayor.




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