La paranoia es como el mercurio: se divide en gotas más pequeñas, pero nunca desaparece. Ahora no solo me acechaba la traición de los matones de mi vida pasada, sino la de los tiburones en traje de esta. Vanessa Stern me había olido. No sabía qué era, pero había detectado un cambio en la química de Daniel Corvin. Un cambio que olía a peligro.
No podía permitirme reclutar un ejército desde cero. Necesitaba mercenarios. Pero aquí, los mercenarios llevaban traje y usaban teclados en lugar de kalashnikovs. El primer perfil que había aislado de la carpeta "Consejo" era Elena Rojas. La fiscal. Joven, ambiciosa, y según las notas de Daniel, "incorruptible... pero frustrada con un sistema que premia la impunidad de los poderosos". Frustrada era la palabra clave. La frustración es el mejor ablandador de principios.
Encontrar su punto débil fue fácil. Una búsqueda en las bases de datos de las suscripciones de Daniel—otro misil nuclear—reveló que su hermano pequeño estaba en un limbo legal por una estupidez relacionada con drogas. Un cargo que un fiscal compasivo podría reducir a una falta, pero que un fiscal enemigo podría usar para arruinarle la vida. La ley era un arco, y todo dependía de quién tensara la cuerda.
No la llamé. Los tratos sucios no se hacen por teléfono. Le envié un correo electrónico desde una cuenta encriptada que había creado en diez minutos, usando un servidor en Finlandia.
«Asunto: Una oportunidad para restaurar la balanza.»
«Srta. Rojas, su trabajo en el Caso de los Fondos de Inversión del Puerto no pasó desapercibido. Sabe, como yo, que los responsables caminan libres. Tengo los medios para cambiar eso. Intercambiemos discreciones. Hoy, 17:00. El jardín de invierno del Museo de Arte Moderno. Pregunte por la mesa de Daniel.»
Era una trampa descarada. Usaba su vanidad profesional y su frustración como cebo. Y la firma "Daniel" era la carnada que no podría ignorar.
Mientras tanto, tenía que moverme. Vanessa había mencionado la fusión con AquaSphere. Era el "bien mayor" que justificaba eliminar a Daniel. Mi nuevo instinto—una mezcla de la crudeza de Damián y el conocimiento interno de Daniel—me decía que ahí estaba la clave. La fusión haría a alguien increíblemente rico. Y ese alguien no sería Daniel.
Usando los terminales de trading de alta frecuencia vinculados a las cuentas de Daniel, ejecuté una orden que habría hecho llorar a mi contable de la vida anterior. Compré, no acciones, sino opciones de venta a corto plazo contra AquaSphere. Una apuesta masiva a que el valor de la compañía se iba a desplomar. Era el equivalente financiero a plantar una bomba en los cimientos de un rascacielos. Si estaba en lo cierto, ganaría una fortuna obscena. Si me equivocaba, perdería una cantidad que haría temblar economías pequeñas. La emoción me recorrió como un disparo de adrenalina. Esto era poder. Puro, abstracto y letal.
El jardín de invierno era un espacio de cristal y luz artificial, lleno de plantas tropicales que parecían de plástico. Elena Rojas llegó puntual. Iba de riguroso negro, con una expresión que prometía una lluvia ácida. Se sentó frente a mí sin mediar palabra.
—¿Qué clase de juego es este, Corvin? —escupió, manteniendo la voz baja—. ¿Firmas un correo anónimo con tu nombre? ¿Crees que soy estúpida?
—Al contrario —dije, adoptando un tono calmado que contrastaba con su furia—. Creo que eres la única persona en esta ciudad que no lo es. Por eso estás frustrada.
Ella parpadeó, desconcertada por el golpe directo.
—He revisado el expediente de tu hermano —continué, sin darle tiempo a recuperarse—. Es un buen chico que cometió un error. El tipo de error que los hijos de los directivos de AquaSphere cometen cada fin de semana sin que nadie mueva un dedo.
El nombre de la compañía hizo que se le endureciera la mandíbula.
—¿Qué sabes tú de AquaSphere?
—Sé que su valor se va a desplomar un cuarenta por ciento en los próximos cinco días —dije, bebiendo un sorbo de agua—. Y sé por qué. Fraude. Informes medioambientales falsificados sobre su proyecto en el Delta. La fusión con mi fundación es una cortina de humo para tapar el agujero antes de que salte por los aires.
Ella me miró fijamente, calculando. No era una mujer a la que se pudiera comprar con dinero. Pero se la podía comprar con una causa. Con la oportunidad de cazar una presa grande.
—¿Y qué ganas tú con esto? —preguntó, con desconfianza.
—Justicia —dije, y por primera vez, no era del todo una mentira—. Alguien de mi círculo íntimo está metido en esto. Alguien que quiso silenciarme. Yo gano ver cómo los buitres caen del cielo.
Le deslicé una memoria USB por la mesa.
—Ahí dentro están los informes técnicos originales, antes de que los maquillaran. Son la prueba. Tu hermano tiene una cita con el juez Parker el jueves. Parker es sensible a las presiones mediáticas. Si para entonces los titulares gritan sobre el fraude de AquaSphere, estoy seguro de que verá el caso de tu hermano con… mayor perspectiva.
Ella cogió la memoria USB como si estuviera al rojo vivo. Su mente trabajaba a toda velocidad. Veía la trampa, pero también veía la presa. Era demasiado tentadora.
—Estás usando la ley como un arma —susurró.
—La ley siempre ha sido un arma, Elena —dije, sosteniendo su mirada—. Solo que hasta ahora, la apuntaban siempre en la misma dirección. Yo te estoy dando la oportunidad de cambiar de bando.
Se levantó, guardándose la memoria en el bolso.
—No trabajo para ti, Corvin.
—Por supuesto que no —sonreí—. Trabajas para la justicia. Yo solo estoy financiando la cacería.
La vi marcharse, caminando con determinación entre las plantas artificiales. La había reclutado. No con dinero, sino con la moneda que más valoraba: un propósito. Era mi primer "sicario legal". Y no sabía que su primera misión no era derribar a AquaSphere, sino tenderle un cebo envenenado a Vanessa Stern.
Editado: 06.10.2025