Titanes Abisales: Runas perdidas

22. El quinto Oyente

En el sofá de la sala, Valeria se desahogaba en los brazos de su padre. Las lágrimas, mezcladas con rabia, inundaban su rostro.

—Yo solo quería... —su voz se quebraba con cada palabra—. Reconocer a Yaya... también quería hablar de Mónica ante todos. ¡Gracias a ellas llegué hasta donde estoy! Pero ese hombre...

—Ese hombre no será nombrado en esta casa —respondió su padre, con voz firme—. No merece siquiera escuchar tus ideas.

—¡La Primera Cardenal dijo que algo así pasaría! —exclamó—. ¿Pero qué pasa si ella también me está mintiendo...?

—Esas personas ya no te harán daño, mija. Ellos no te merecen y tú no eres culpable de que te hayan metido en su juego. Debes descansar. No dejes que el dolor saque lo peor de...

Llamaron a la puerta. El Sr. Olivos sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Tras un último abrazo, se levantó para atenderla, con la esperanza de que fuera alguno de los amigos de Valeria. Rogaba porque así fuera. Se asomó por la ventana y vio a varios hombres aguardando.

—¿Papá? ¿Está todo bien?

—Sí, mija, dame un momento y...

La puerta se abrió de golpe, empujada por una brisa feroz desvelando a la inesperada visita, se trataba del sacerdote junto a dos de sus seguidores.

—¿¡Qué...!? ¿¡Quién les dio la llave!?

—Por favor, no hay necesidad de alzar la voz —dijo un sacerdote que entró caminando con calma con tono apacible y suave—. Vinimos a hablar con su hija, tal como habíamos acordado.

—¡No... nosotros no acordamos nada! Esa noche te fuiste antes de que te diera una respuesta.

—Recuerdo haberle dicho que, llegado el momento, esperaba contar con su apoyo. —El sacerdote apoyó las manos en sus hombros. Su tono se había transformado en uno mas sombrío—. Entonces, ¿puedo contar con su apoyo?

—¿Papá...? ¿Quiénes son ellos? —Atraída por el ruido, Valeria se acercó, chocando de frente con la escena.

—¡Mija...! —Antes de que pudiera decir algo, sus propios trabajadores lo apartaron, permitiendo que el sacerdote avanzara.

—Señorita Olivos. Es un placer conocerla al fin. Espero no haber llegado en mal momento. —Hizo una reverencia, sus ojos fijos en Valeria—. Soy un humilde sacerdote que ha viajado desde muy lejos en busca del privilegio de conversar con una de las mentes más brillantes de esta generación.

A pesar de su tono amable y humilde, el ambiente de confusión la envolvía como una niebla densa. La ansiedad crecía en su pecho.

—Usted... ¿A qué ha venido realmente? ¿De qué conoce a mi padre?

—Mi única intención es presentarle una nueva corriente de pensamiento.

En el pueblo cercano a la granja, el resto del escuadrón G cenaba junto a Ricardo en el comedor de la posada.

—No puedo creer que el Cardenal nos haya hecho esto... —murmuró Carolina mientras sorbía con desgano una sopa de pollo para entrar en calor. Alzó la mirada, notando que Luis no parecía especialmente molesto—. Has estado muy callado toda la noche. ¿No tienes nada que decir?

—Yo lo proceso a mi manera —respondió Luis, sin ánimos—. Es decepcionante, por decir poco, aunque la única que tiene derecho a enojarse de verdad es Valeria.

—En eso tienes razón —Afirmo Jhonatan mientras se levantaba de su asiento—. Por eso deberíamos ir a acompañarla.

—Relájate, Casanova —Luis lo obligó a sentarse—. Valeria quería tomarse estos días para descansar en casa, con su familia.

Ricardo y Carolina no compartían su tranquilidad. Sabían que en la granja ya no estaban únicamente aquellos a quienes Valeria consideraba familia.

—No debimos dejarla sola... —dijo Carolina en voz baja.

—Ya te lo expliqué tres veces, Carol. Fue su decisión —respondió Ricardo, igual de discreto—. Todos merecen un poco de tiempo a solas. De todas formas, podemos ir a buscarla en cualquier momento.

Sus palabras sonaban huecas. Desde que habían entrado al comedor, miradas indiscretas los observaban de reojo. Los otros comensales vestían ropas sucias de tierra y sudor, aparentando ser trabajadores de la granja. Sin embargo, era difícil saber quiénes podían ser miembros del culto o simples trabajadores que desconfiaban de forasteros.

—¿Por qué se ven tan tensos? —preguntó Jhonatan, notando el aire sombrío.

Ricardo y Carolina intercambiaron una mirada, sin saber qué decir. La existencia del culto a las Sanguijuelas se mantenía en secreto; mientras menos gente supiera, mejor.

—Te explico cuando tengamos privacidad... —dijo Ricardo mientras se levantaba de la mesa—. Ya vuelvo, creo que dejé la cartera en el auto.

Salió del comedor, consciente de las miradas que lo seguían. No iba a revisar el auto, sino a buscar un teléfono con el cual llamar al sacerdote para que diera la orden y sus muchachos los dejaran en paz.

Al salir de la posada, volteó a mirar el auto por un instante y se quedó congelado en el sitio.

—No te puedo creer... —murmuró al descubrir que las llantas del auto habían sido pinchadas. Claramente, no permitirían que se fueran tranquilamente. Parte de él lo había anticipado; los cultistas debían estar aprovechando el momento vulnerable de Valeria para tratar de sumarla a sus filas.

Suspiró con pesar antes de volver la mirada al norte, alzando el rostro con las manos descansando en sus bolsillos.

—Esta bien... Zoé, si me oyes, lamento haber abandonado a una de tus hijas a su suerte —rezó en voz alta—. Pero me atreveré a cometer este acto de arrogancia poniendo a prueba la fe y la voluntad de esta niña. Espero que la fe que se le ha inculcado sea lo suficientemente firme como para no caer en la tentación. Dale la sabiduría que necesita para decidir con claridad y, por favor, perdona a Carol por confiar en mí, pues fui yo quien la convenció de que debíamos darle su espacio. Ya no soy digno de tu bendición, pero aún así, espero que escuches mi voz y nos perdones... al menos por esta vez.

Valeria, prácticamente obligada, fue conducida a la sala y sentada en el sofá junto a su padre. Al otro lado de la mesa de centro, el sacerdote tomó asiento en una silla, mientras sus seguidores se mantenían de pie, formando un muro silencioso detrás de él.



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Editado: 19.04.2025

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